Se besaron tres veces, luego, el abuelo me sacó del
grupo que me rodeaba, me puso la mano en la cabeza y me preguntó:
-Y tú, ¿quién eres?
-Soy el chico de Astracán del camarote.
-¿Qué dice este? -preguntó el abuelo,
volviéndose a mi madre, y, sin esperar su respuesta, me apartó de
sí y dijo:
-Ha sacado los pómulos salientes de su padre...
¡Vamos al botel
Nos dirigimos a la orilla y todos juntos subimos la ancha
rampa, empedrada de grandes guijarros, que se extiende entre las dos altas
secciones del talud, cubiertas de raquítica hierba, los viejos iban
delante de nosotros. El abuelo era mucho más pequeño que su mujer
y andaba a pasos cortos y vivos al lado de ella, que, como si se cerniera en el
aire, lo miraba desde arriba. Detrás de ellos iban, en silencio, mis dos
tíos: Mijailo, moreno y de pelo lacio, tan delgado como el abuelo, y
Jacobo, el de cabello claro y crespo; un par de mujeres gordas, con vestidos
chillones, y media docena de chiquillos, todos ellos de más edad que yo y
muy pacíficos, seguían a los hombres. Yo iba con mi abuela y la
tía Natalia. Esta era de figura pequeña, pálida, de ojos
azules y de cuerpo grueso; tenía que pararse con frecuencia. Respirando
con esfuerzo, balbucía:
-¡Ay, no puedo más!
-¿Por qué la habéis traído?
-refunfuñó enfadada la abuela-. ¡Qué gente tan poco
juiciosa!
A mí no me agradaban ni los mayores ni los niños;
me sentía extraño entre ellos, y hasta la abuela me pareció
de pronto hallarse más lejos de mí.
Especialmente me desagradaba mi abuelo; en seguida
barrunté en él a un enemigo, y le dediqué toda mi
atención, aparejada con una curiosidad temerosa. Llegamos al extremo de
la rampa. Allí en todo lo alto, apoyado en el lado derecho del talud,
como primer edificio de la calle, se alzaba una casa de una sola planta,
revocada de color de rosa sucio, con tejado blanco y ventanas que
sobresalían como ojos saltones. Desde la calle me pareció grande,
pero por dentro, en sus pequeños y oscuros aposentos era estrecha. Por
doquiera corrían, como en un vapor que quiere atracar, gentes
atrafagadas; niños que se atropellaban por la casa y el patio, como en un
enjambre de gorriones rateros, y un olor cáustico y para mí
desconocido llenaba todas las habitaciones.