A la hora de cenar agasajan a la abuela con aguardiente y a
mí con melón; esto último se hace muy en secreto, porque en
el buque hay un hombre que prohibe comer fruta y se la quita a la gente y la
tira al agua. Va vestido como un policía y está siempre borracho;
todos se recatan de él cuando pueden.
Mi madre sube muy pocas veces a cubierta, y se mantiene alejado
de nosotros. Casi siempre está callada. Como al través de una
niebla o de una nube transparente, veo su figura, alta y esbelta; la cara
oscura, de férrea dureza, y la gruesa corona de su espeso cabello
trenzado. Todo en ella es fuerte, y duro; hasta los ojos, grises, que siempre
miran de frente, y que son tan grandes como los de la abuela, miran de un modo
severo y poco amistoso, como desde lejos.
-La gente se ríe de usted, mamá -dijo una vez a
la abuela.
-Que Dios los ampare -respondió la anciana, muy
satis-fecha-. Que se rían si eso les hace bien.
Aún me acuerdo de la alegría infantil que
sintió cuando nos acercábamos a Nijni Novgorod. Tiró de
mí para llevarme a la borda del buque y exclamó:
-¡Mira; pero mira qué bonito! ¡Allá
está, amigos míos, mi simpático Nijni! ¡Qué
magnífica es esa hermosa ciudad de Dios! ¡Mirad las iglesias, que
parecen mecerse en el aire!
Y, casi entre lágrimas, suplicó a mi madre:
-¡Mira una vez siquiera, Variuscha; ¡Ven, mira!
¿Es que te has olvidado de tu ciudad natal? ¡Alégrate
conmigo!
Una sonrisa breve vagó por el sombrío semblante
de mi madre.