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-Acepto la pena, ya que no es posible que os haga nada malo.

El duque confió en la sinceridad de su esposa y le reveló baso a paso el cuento de su sobrina como lo había conocido por el hidalgo; cómo fueron ambos al jardín, al rincón, y cómo vino el perrito; le contó toda la verdad: el ingreso del hidalgo a la mansión y su salida, no escondió nada de lo que había presenciado.

Al saber la duquesa que el hidalgo que la había desdeñado había preferido a una dama por debajo de su alcurnia, se sintió ofendida a muerte. Pero disimuló y juró al duque conservar el secreto so pena de morir si lo contaba.

Pero el tiempo le fue poco para molestar a la querida del que la afrentara tan duramente y, en la primera ocasión y sitio adecuado que se presentó, habló con la sobrina del duque dejándole entrever taimadamente que estaba al tanto de todo.

La oportunidad se dio en Pascuas. Ese día el duque reunió a toda su corte. Hizo venir a todas las damas de sus tierras y antes que nada a su sobrina, la castellana de Vergy. Al verla la duquesa, le bulló la sangre, porque la detestaba profundamente, pero pudo disimular su ánimo. La recibió mejor que otras veces, aunque se moría por espetarle lo que le atravesaba el corazón y tanto le costaba callar. Cuando se levantaron las mesas, la duquesa se llevó a las damas a su cuarto para prepararse con tranquilidad para el baile. La oportunidad era demasiado justa como para que la duquesa sofrenara su boca y dijo a la señora de Vergy, como en broma:

-Castellana, poneos hermosa por amor a vuestro bello hidalgo.

-De veras no sé, señora -contestó tranquilamente la castellana- de qué amor habláis; yo no quiero tener amigos que no lo sean para mi honor y el de mi esposo.

-Ya lo creo -retrucó la duquesa-, lo que no impide que os tengan por maestra en el arte de adiestrar perros.

Las damas escucharon el diálogo pero no entendieron a qué se aludía, y por ser el momento, fueron tras la duquesa al salón de baile. La castellana se puso horriblemente blanca e intranquila. Entró a un dormitorio y se arrojó gimiendo sobre la cama. Al pie del lecho yacía una doncella, pero en lo oscuro la señora no la divisó. La castellana empezó a lamentarse y a despacharse a voces:

 
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