-Señora, en realidad no sé
cual es la causa de que me habléis así, ni adónde queréis llegar. Yo no soy duque ni conde como para tener semejantes aspiraciones, y, aunque quisiera, nunca obtendría los favores de una dama de tal alcurnia.
-Quizá sí -contestó la
duquesa-; se han visto y se verán cosas más raras. Contestadme ahora: si yo os entregase mi corazón, yo que estoy en la cima de la nobleza, ¿qué haríais?
El hidalgo contestó así:
No lo sé, señora, pero no me
agradaría tener `vuestro amor, por más honor que signifique. Dios me libre de un amor tal que nos deshonraría a los dos y llenaría de oprobio a mi señor; por ningún precio y de manera alguna haría yo el delito de traicionar de modo tan vil a mi señor.
-¡Qué imbécil!
-profirió fastidiada la duquesa-. ¿Quién os pidió una cosa así?
-Nadie, gracias a Dios; y yo puedo deciros lo mismo, señora -contestó el hidalgo.
En ese momento la duquesa interrumpió la conversación y, llena de resentimiento y despecho, no pensó en otra cosa que no fuera la venganza.
A la noche, mientras yacía junto al
duque, empezó a lanzar suspiros y a llorar. El duque quiso saber
qué, le ocurría.
-Lamento de veras -dijo- ver cómo los grandes hombres no saben determinar quiénes les son fieles o no y, sin percatarse, honran a los que los traicionan.
-No sé por qué decís tal cosa -dijo el duque-; no ha de ser por mí, ya que bajo ningún concepto protegería a un traidor sabiendo que lo es.
-Odiad entonces -siguió ella- a
quien hoy no ha cejado en solicitar mis favores y me ha dicho que desde hace mucho no pensaba en otra cosa -y aquí mencionó al hidalgo-. Hasta ahora no se había animado a manifestar su amor. Yo quise contároslo inmediatamente. No es raro que esto se le haya pasado por la cabeza. ¿Acaso se le ha conocido algún amor? Por eso os ruego que cuidéis vuestro honor como corresponde.