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En ese momento, al sentir desmayar su corazón, cruzó los brazos y una blancura de muerte tiñó su faz; se desvaneció con gran congoja y quedó muerta, blanca y descompuesta sobre la cama.

Mientras, su amado no sospechaba nada y hablaba y bailaba en el salón, divirtiéndose. Prontamente, intrigado por no ver a su amada, musitó al duque:

-Señor, ¿por qué vuestra sobrina falta tanto y no viene al baile? ¿Le ordenasteis una penitencia?

El duque lanzó una ojeada a la reunión. Después tomó de la mano al hidalgo conduciéndolo al cuarto, mas no hallando allí a la castellana le sugirió que buscase en el dormitorio, y luego se fue para dejar a los enamorados saludarse tranquilos. El hidalgo, agradeciéndole el gesto, entró al dormitorio, donde la mujer estaba muerta en la cama. El hidalgo la abrazó y besó sus labios, pero los encontró fríos y sus miembros endurecidos y no dudó de que estaba irremediablemente muerta.

-¡Ay! ¿Qué ha pasado? -gritó enajenado-. ¡Mi amiga ha muerto!

Entonces la sirvienta, que seguía a los pies del lecho, se incorporó y le dijo:

-Señor, creo que sin duda ha muerto, porque no quiso más desde que entró, debido a su amigo y un perrito con el que la duquesa se mofo y la torturó, lo que le produjo una congoja mortal.

Al saber el hidalgo que él era el que la había muerto por lo que había contado al duque, se llenó de desesperación.

-¡Ay! -profirió-, dulce amor mío, la más gentil y excelente y sincera que haya jamas existido, yo te maté como un traidor infiel. Hubiera debido pagar yo esa indiscreción, y vos no padecer ningún mal. Pero había tanta fidelidad en vuestro corazón, que quisisteis ser la primera en padecer las consecuencias de mi mal proceder. ¡Pero yo haré justicia por la traición que hice!

A1 decir esto, desenfundó una espada que colgaba de la pared, se traspasó el corazón y cayó muerto sobre su amada.

Viendo la moza ambos cuerpos exánimes, huyó aterrada. Buscó al duque, al que contó lo que había presenciado; no dejó de contarle nada de los hechos ni las palabras de la duquesa sobre el perrito. El duque enfureció, entró al cuarto y, sacando del cadáver del hidalgo la espada con que se traspasara el pecho, se arrojó, mudo, al salón en que se bailaba y se enseñoreaba el alborozo. Cumplió entonces la promesa hecha a la duquesa y le dio un tremendo golpe en la cabeza. La duquesa cayó a sus pies, ante los espantados asistentes, en medio del truncado baile.

 
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