El duque se apenó.
-Aclararé esto -dijo-, y ya mismo comienzo a pensar cómo.
No pudo dormir y pasó la noche despierto, disgustado por el hidalgo, al que apreciaba, y cuya amistad perdería a causa de tal bajeza.
A la mañana siguiente dejó el lecho temprano e hizo comparecer al hidalgo a quien su esposa hacía aborrecer injustificadamente. Sin dilaciones, le habló a solas.
-Estoy muy fastidiado -le dijo- al notar
que vos, que tenéis coraje y elegancia, no tenéis lealtad en
absoluto. Me decepcionasteis. Creí largo tiempo que actuabais honesta y lealmente, al menos conmigo, que os he manifestado afecto tal. Ignoro de dónde sacasteis la ruin intención de seducir a la duquesa. Es la traición más grande y la bajeza más infame que pueda imaginarse. Os marcharéis de mis dominios inmediatamente. Os arrojo de ellos y os prohibo el regreso bajo ningún concepto. Cuidaos bien de no asomaros a mis posesiones de ahora en adelante; en caso contrario, sabed que os haré ahorrar. Al oír estas palabras el hidalgo se quedó de una pieza. Todo su cuerpo empezó a temblar, ya que inmediatamente pensó en su querida, a la que no tenía más forma de ver que en sus idas y venidas y quedándose en la comarca de la que lo expulsaba el duque. También le producía un terrible padecer que su señor lo considerara traidor e infiel. Lleno de desesperación, se sentía va muerto y acabado.
-¿Señor! -clamó- par
el amor de Dios, nunca creáis que yo pudiera ser tan atrevido. Jamás pensé en el delito del que me acusáis sin motivo. El que me haya culpado de ello ha hecho una maldad.