Cuando el duque llegó a dormir, ella se apartó en el lecho, simulando estar enojada. Lo hizo tan bien que el duque creyó que estaba disgustadísima. Al besarla como si nada, ella dijo:
-Sois falso, mentiroso e infiel; me ponéis cara de amor y jamás me amasteis en serio. Muy estúpida fui en tanto tiempo creyendo en vuestras palabras; ahora me he desengañado totalmente.
-¿Por qué? -dijo el duque.
La engañosa le contestó:
-¿Acaso no me prohibisteis saber lo que vos conocéis bien?
-¿Qué? ¡por Dios, querida, decid!
-Lo que el hidalgo os dijo, las falsedades y visiones que os hizo tragar. Pero no puedo enterarme.
Poco me vale amaros con lealtad. Jamás vi ni oí nada que no supiérais vos inmediatamente; en cambio, vos me escondéis bien vuestro pensamiento. Enteraos entonces de que en el futuro ya no tendré igual confianza ni sentir por vos como y hasta ahora.
La duquesa entonces empezó a llorar y suspirar fuertemente.
El duque le tuvo tanta pena que le dijo:
-Mi amiga, no quiero disgustaros por ningún motivo. Pero no puedo revelaros lo que deseáis sin caer en una gran vileza.
-Señor -respondió la
duquesa-, no habléis del asunto. Noto que no confiáis en mí para decirme un secreto. Y me sorprende mucho, ya que jamás visteis secretos, importantes o no, ser revelados por mí cuando quisisteis contármelos. Lo digo de corazón, nunca mencionaré a nadie lo que me digáis-. Diciendo esto, la duquesa reanudó su llanto. El duque la abrazó y besó acongojado y acabó cediendo.
-Bella señora -dijo-,
¿qué hacer?; confío tanto en vos como para no esconderos nada que yo sepa. Pero os pido que no soltéis prenda, porque os aviso que si me traicionáis os daré muerte.