-Gracias. señor -contestó el hidalgo-, pero por Dios os pido que sepáis guardar mi secreto, pues de lo contrario perdería mi amor, mi paz y mi contento, y por cierto que perecería si me enterara que alguien que no fuerais vos estaba al tanto.
--Quedaos tranquilo -dijo el duque- que vuestro secreto está tan seguro que nunca se ha de hablar de él.
Ese día, en el almuerzo, el duque
estuvo más gentil que nunca con el hidalgo, lo que asustó y fastidió tanto a la duquesa que debió irse de la mesa simulando una súbita enfermedad, y se arrojó en el lecho muy disgustada.
El duque fue con ella al terminar la comida. La hizo incorporar en el lecho y mandó que los dejaran a solas. Cuando no hubo testigos, el duque preguntó a su esposa cuál era la causa de esa brusca molestia.
--¡Que Dios me ayude!
-contestó la duquesa-. Cuando hace un momento me senté a la mesa, no creía que tuvierais tan poco tino y débil discernimiento para manifestar tal aprecio al que me ofendió. Al ver que le dabais todavía mejor trato que antes, me condolí y fastidié tanto que no pude seguir más allí.
-Mi dulce amiga -dijo el duque--,
jamás he de creer, ni por lo que me dijisteis m por lo que otra persona
pudiese contarme, que el hidalgo sea culpable de lo que lo acusáis. En
cambio, sé que es absolutamente inocente y que jamás pensó
realizar una vileza tal. He conocido todos sus asuntos, y no querráis
saber más.
Se fue entonces el duque. La duquesa
quedó cavilando, y no hubiera podido quedarse tranquila en su vida si no sabía algo más, pese a la prohibición recién impuesta. Empezó a pensar qué ardid podría enterarla de lo que se le velaba; mientras, resolvió esperar hasta la noche, cuando el duque estuviera en sus brazos: entonces se las arreglaría para averiguar lo que quería. Por consiguiente, se atuvo a este plan.