-De nada os habrán de servir
vuestras excusas -contestó el duque; no les haré caso. La duquesa en persona me ha revelado la forma en que la habéis galanteado y requerido de amores, y es seguro que le habréis dicho cosas que ella no quiso contarme. -La duquesa está faltando a la verdad -contestó el hidalgo muy acongojado.
-¡Para nada os sirven vuestras excusas!
--Cuanto pudiera decir no servirá de
mucho. pero sería capaz de cualquier cosa para haceros ver la verdad. -¡He allí los hechos! -terminó el duque enardecido. Recordaba lo que su mujer le había dicho, y pensaba que era cierto que ninguno sabía que el hidalgo tuviera una querida.
-Si vos me juráis seriamente -siguió diciendo el duque- contestar sin evasivas a mis preguntas, yo sabré, con certeza si mis sospechas tienen o no fundamento.
El hidalgo estaba ansioso por calmar la ira
infundada de su señor y lo aterraba el destierro que lo separaría
de su amada; de modo que juró al duque cumplir su voluntad. El duque
entonces dijo:
-Debéis saber que la enorme amistad
que os profeso impide que yo crea que seáis culpable de una
villanía y un oprobio semejantes, como afirma la duquesa. Sólo algo me hace pensar en ello y me. confunde: al evaluar vuestra amabilidad, vuestra elegancia y otros indicios que señalan que tenéis amoríos en alguna parte, pienso además que ninguno ha notado que amaseis a ninguna dama o jovenzuela, me convenzo de que es a mi esposa a la que habéis rondado. No hay nada que atenúe mis dudas y os seguiré considerando culpable, salvo que me reveléis a quién amáis y desterréis de mi ánimo toda sombra de sospecha. Si os resistís a eso ¡idos como perjuro lejos de mis posesiones, inmediatamente!
El hidalgo no se decidía.
¡Dura alternativa! Si revelaba la verdad como debía por su
juramento, se podía dar por muerto, ya que así quebraría lo prometido a su dueña y no dudaba que la perdería si ella se enteraba; si no revelaba la verdad al duque sería perjuro y falso, habría de dejar esas tierras y perder a su querida. Recordaba los goces que había pasado entre sus brazos y al pensar que no le sería posible llevársela, dudaba si podría subsistir sin ella. En medio de esa congoja que lo atormentaba, el hidalgo no sabía si explicarlo todo y quedarse o mentir y desterrarse. Las aguas del corazón subieron hasta sus ojos y bañaron su rostro. El duque entonces se conmovió, pensando que había algo que su favorito no se animaba a decir.
-Noto -dijo de repente- que no
confiáis en mí como sería debido. ¿Pensáis que si me reveláis en secreto lo que ocultáis, yo diría a nadie una palabra? Primero dejaría que me arrancaran de a uno los dientes.