Se trataba de una partida de caza, y todo el pantano estaba rodeado de deportistas, la mayoría ocultos entre los juncos; algunos sentados en las ramas de los árboles que se extendían por sobre el agua. El humo azulado de la pólvora flotaba por entre las frondas como nubecillas.
Los perros de caza saltaban de un lado a otro, chapoteando en el agua y agitando a su paso los juncos y cañas de un lado a otro. Todo aquello era terriblemente alarmante para el pobre patito. Volvió la cabeza para meterla bajo el ala, y en ese momento un enorme y espantoso perro se apareció muy cerca de él, con la lengua fuera y los ojos llameantes de perversidad. El perrazo abrió sus terribles fauces ante la cara del patito; mostró sus puntiagudos colmillos... y se alejó de un salto, salpicando el agua, sin tocarlo siquiera.
"¡Oh, gracias a Dios! -suspiró el patito-. ¡Soy tan feo que ni siquiera el perro se molesta en morderme!"
Se quedó allí, enteramente inmóvil, mientras los proyectiles silbaban por todas partes y las detonaciones sacudían el ambiente. La conmoción sólo cesó ya muy entrado el día, pero ni aún así se atrevió el pobre patito a levantarse. Esperó aún varias horas antes de alzar la cabeza y mirar, y entonces huyó del pantano con tanta velocidad como pudo. Corrió a través de campos y praderas, aunque hacía tanto viento que le costaba trabajo avanzar.