Anduvo flotando en el agua y zambulléndose todo cuanto le dio la gana, pero siempre mirado con desdén y de soslayo por toda criatura viviente, debido a su fealdad. Así hasta que llegó el otoño, y las hojas del bosque se pusieron pardas y amarillas. El viento se las llevó, y las hizo danzar en remolinos. El cielo se puso frío, cubierto de nubes cargadas de nieve y granizo. Un cuervo fue a posarse sobre una cerca y graznó, del frío que tenía. Sólo pensarlo hacía temblar. El pobre patito estaba ciertamente en un gran apuro.
Una tarde, cuando el sol estaba poniéndose en todo su invernal esplendor, una bandada de hermosas aves blancas apareció surgiendo de entre los matorrales. Nunca había visto el patito nada tan hermoso. Eran de una deslumbrante blancura, con largos y sinuosos cuellos. Se trataba de cisnes, que lanzando su grito peculiar extendían las alas y volaban alejándose de las regiones frías hacia tierras más cálidas. Ascendieron muy alto, muy alto, y el pobre patito feo se quedó extrañamente intranquilo. Dio vueltas y vueltas en el agua, como una rueda, levantando la cabeza hacia la dirección por donde se alejaban aquellas aves. Luego lanzó él mismo un grito tan penetrante y extraño que lo asustó. ¡Oh, no podía olvidar aquellas hermosas aves, felices aves! En cuanto estuvieron fuera de su vista, el patito se zambulló hasta el fondo y cuando salió de nuevo a la superficie estaba completamente fuera de sí. No sabía qué clase de pájaros eran aquéllos, ni hacia dónde volaban, pero se sentía más atraído hacia ellos que lo que nunca lo había sido por ser alguno. Y no era que los envidiara en lo más mínimo, ¿cómo podía ocurrírsele envidiar aquella maravilla de belleza? Se habría sentido agradecido con sólo que los patos lo hubiesen tolerado entre ellos, tanta era la certeza de su fealdad.
El frío invernal era tan intenso que el patito se veía obligado a nadar en círculo en el agua sólo para librarse de quedar helado, pero noche tras noche el agujero del hielo por el cual se zambullía se iba haciendo más y más pequeño, hasta que se heló con tanta fuerza que la superficie se resquebrajó y el patito se vio obligado a mover las patas sin cesar para que el agua no se congelara a su alrededor, aprisionándolo. Por último, ya tan cansado que no podía moverse más, cedió y se quedó rápidamente aterido en el hielo.