El dueño era un hombre riquísimo y además una excelente persona, pero de carácter irascible, como si estuviera hecho de pimienta y tabaco.
-¡Buenos días! -dijo a Claus el Pequeño-. ¡Te has puesto tu mejor traje muy temprano esta mañana!
-Así es. Voy al pueblo con mi
abuela, que está sentada en el carricoche ahí afuera. No he podido convencerla de que entre. ¿No querría llevarle hasta el carricoche un vaso de limonada? Tendrás, que hablarle a gritos, pues es sumamente dura de oídos.
-De acuerdo, se lo llevaré -aprobó el hostelero, y sirvió un buen vaso de limonada con el cual salió del establecimiento para llevárselo a la abuela que estaba en el carricoche.