En ese momento se oyeron los cascos de un caballo que galopaba por el camino hacia la granja. El granjero regresaba a su casa.
Este era un buen hombre, pero tenía
una prevención singular: no podía soportar la vista de un sepulturero. En cuanto veía a uno le acometía un terrible acceso de ira. Y por ese motivo el sepulturero había elegido la ausencia del granjero para visitar a su esposa. La buena mujer lo estaba obsequiando con lo mejor que tenía en la casa.
Al oír llegar al granjero ambos se
asustaron terriblemente, y la mujer pidió al sepulturero que se introdujera en un amplio cofre que había en un rincón. El hombre no se hizo de rogar, pues conocía bien la aversión del pobre granjero a la vista de uno los de su oficio. La mujer escondió rápidamente las viandas y el vino en el horno, porque su marido habría hecho preguntas incómodas en caso de ver todo aquello en la mesa.