Tenía que recorrer un largo camino
hasta el río, y Claus el Pequeño no era un peso fácil de llevar. El sendero pasaba por delante de una iglesia de la cual salían las notas del órgano, y de un himno cantado por el pueblo. Claus el Grande depositó la bolsa en el suelo, junto a la puerta de la iglesia, y se le ocurrió que sería agradable entrar y oír un himno antes de seguir adelante. Como Claus el Pequeño no podía salir de la bolsa, y toda la gente estaba en el interior del templo, Claus el Grande no vaciló y entró él también.
-¡Oh, por favor, por favor!
-sollozó Claus el Pequeño, retorciéndose en el interior de la bolsa en vanos intentos por deshacer el nudo. Precisamente en ese instante un viejo vaquero de caballo blanco y con un grueso bastón en la mano se acercó arreando una vacada. Los animales chocaron con la bolsa donde estaba Claus el Pequeño y lo derribaron.
-¡Oh, por favor! -se quejó Claus el Pequeño-. ¡Soy tan joven para ir ya al cielo!
-Y yo -dijo el vaquero-, ¡soy tan viejo, y no puedo ir todavía!