Y envió un muchacho a casa de Claus el Grande para pedirle prestada una medida de las de medir granos.
¿Para qué la querrá?
-pensó Claus el Grande. Y frotó el fondo de la medida con un poco de sebo, de modo que, fuera lo que fuera lo que se midiese, quedara algo adherido al metal. Y así fue, pues, cuando la medida volvió había pegadas al fondo tres pequeñas y relucientes monedas de plata.
"¿Qué es esto" -se
preguntó Claus el Grande, y corrió directamente a casa de Claus el Pequeño.
-¿De dónde diablos sacaste tanto dinero?
-¡Oh, no fue sino por el cuero de mi caballo, que vendí anoche!
-¡Un cuero bien pagado, en verdad! -exclamó Claus el Grande. Y volvió a toda carrera a su casa, tomó un hacha y mató a sus cuatro caballos de un hachazo en la cabeza a cada uno. Luego los desolló y se fue al pueblo con los cueros.