-"...cuántas veces te he dicho que el abrigo de visón que me
regalaste cuando recién nos casamos está todo mustio y que necesito otro,
también te rogué que compráramos una casa más grande para estar más cómodos,
pero tú no me haces caso porque ya no me quieres...".
La joven paseaba por una isla del Mediterráneo, apenas cubierta
por una túnica vaporosa, el cabello envuelto en un pañuelo negro, por entre
calles fanáticamente blancas, con puertas y ventanas azules como ojos profundos
de niños tristes; de cuando en cuando, una cúpula roja llameaba sobre el
universo blanco haciendo señales de fuego a algún marino perdido en el mar
resplandeciente.
-"...cuando me haces el amor tampoco pones el alma, parece que
cumplieras el servicio militar...".
Pipo se imaginó haciendo el amor con la belleza griega, pero
inmediatamente rechazó el pensamiento de su mente. Era demasiado peligroso: la
intensidad de la emoción hubiera puesto en riesgo la fragilidad del sueño, como
si una piedra fuera arrojada en la serenidad de un estanque de lilas.
-"...¿cuándo tienes un gesto simpático conmigo, cuándo me haces un
cariño, cuándo me miras siquiera?..."
Ahora la joven caminaba por una playa, espuma y viento, la
cabellera suelta, unos ojos negros de águila que oteaban la lejanía esperando la
vuelta de Ulises, con una fe tan firme como los peñascos de la ribera que
soportaban tenazmente la furia sistemática del mar. El sol calentaba
amorosamente la fina arena apenas hollada por los pies desnudos de la
beldad.
La visión desapareció cuando el hombre de la izquierda bostezó
groseramente, como un león que rugiera en silencio. El hombre de la derecha
levantó el ala del sombrero para ver dónde se encontraban y luego volvió a
echárselo sobre la cara.
En las veredas de la calle céntrica,
multitudes apretujadas se empujaban en los dos sentidos, circundando a los
vendedores de anteojos oscuros que alzaban afanosamente su mercadería por encima
de las cabezas de los transeúntes.