-"¿No me compra uno para que se la haga igual a sus amigos?"
Isabel había continuado durante todo ese tiempo su quejumbroso
discurso:
-"...ya no me haces caso los domingos, sólo quieres trabajar, no
te preocupas de que yo esté contenta..."
La fila se puso en marcha. La caja automática del automóvil hizo
el cambio sin que Pipo tuviera que preocuparse de ello, pasando del esfuerzo del
primer impulso a la comodidad de toda rutina. La transición fue como una pequeña
vacilación, una casi imperceptible duda inmediatamente superada, como si el
vehículo hubiera tenido momentáneamente la intención de incumplir, de no
obedecer al conductor, arrepintiéndose de inmediato de su inoportuna
rebelión.
A medida que se acercaban al Centro, las calles estaban más
congestionadas de autos y las veredas más atestadas de caminantes con prisa que
sorteaban dificultosamente los innumerables puestos improvisados de venta que
habían extendido su mercadería por la acera. Como de costumbre en vísperas de
elecciones municipales, las pistas habían sido levantadas por alguna obra que
justificara la permanencia en el cargo del actual alcalde. El tráfico había sido
desviado, apartándolo de la avenida principal y orientándolo hacia estrechas
callejuelas. La circulación se hizo más lenta, el calor más agobiante. Pipo
cerró totalmente su ventana por temor a los ladrones de relojes y puso en
funcionamiento el aire acondicionado. Una corriente fresca entró de inmediato en
la cabina, anunciando su presencia con un silbido sordo que parecía protestar
contra el estrépito de la música tropical que difundía la radio y las monótonas
lamentaciones de Isabel.
Los últimos árboles quedaron atrás,
como si hubieran echado a correr en la dirección contraria. La calle se angostó
y a ambos lados crecieron edificios pequeños, elegantes en la época de los
abuelos, ahora tugurizados y descuidados. La planta baja había sido convertida
en tiendas y por las puertas y ventanas rebalsaban los libros y las revistas,
los sostenes y los calzones para damas, las butifarras y las empanadas de algún
café popular y hasta algunos muebles baratos de dudoso gusto, tapizados con
enormes flores coloridas que aspiraban a extender sobre la vereda los salones de
una casa absolutamente artificial. Aquí, un cartel amarillo anunciaba con letras
rojas los servicios de un cerrajero; más allá un cartel rojo con letras
amarillas ofrecía comprar oro y cualquier tipo de joyas; una academia de baile
situada en el segundo piso descolgaba por su balcón un aviso abusivo. Y, a
través de una ventana, podía verse a un individuo desnudo, sentado tras una
mampara que le cubría hasta la cintura, disimulando su incomodidad detrás de un
periódico que simulaba leer mientras esperaba que su único traje fuera lavado
"al instante" por una máquina que trepidaba a su costado.