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Una mano nudosa, con las venas grotescamente marcadas, golpeó el cristal de la ventana. Un viejo profundamente indio, arrugado y oscuro como una pasa, miraba a Pipo con cara de ansiedad; juntó las palmas delante del pecho en actitud de súplica y esperó. Pipo abrió un poco la ventana y le alcanzó una moneda.

¡Dios! ¿qué sucedía ahora? La joven, vestida con una falda de color fuerte y con un sombrero de paja sobre la cabeza, se había puesto a recoger sumisamente las papas de un campo. Hurgaba la tierra con su pie desnudo hasta dejar al descubierto el tubérculo; y luego se inclinaba para tomarlo con las manos y colocarlo dentro de un saco de yute. Una docena de mujeres, la mayor parte negras, agachaba intermitentemente sus sombreros de paja para cosechar las papas del patrón. El grupo parecía un enjambre de insectos libando un néctar sólido y monstruoso bajo un sol despótico y cruel que las humillaba, golpeando con sus rayos ardientes las espaldas curvadas como el caporal que agita su látigo negrero.

No, se dijo tercamente Pipo, ella es una diosa, una beldad griega, una criatura de otras latitudes del ensueño. Y de nuevo la imaginó recorriendo etérea las calles blanqueadas por la cal, las plazas rodeadas de cafés a las que el mar había prestado un aire salado y ocioso, los montes áridos poblados de cabras desde donde podía divisarse un horizonte de sirenas y medusas. Pero la imagen de la joven levantando prosaicamente la cosecha, los pies sucios de tierra y el sudor sobre la frente, volvía a regresar insistentemente, perturbando la vigencia de la beldad helénica. Olas que rompían en una espuma efervescente, surcos agobiadores de un arado oprobioso, cabelleras al viento en playas idílicas como las que mostraban los afiches de turismo, espaldas vencidas por el trabajo y el sol, pechos henchidos y gloriosos que se adivinaban al trasluz de vestidos de gasa frente al atardecer mediterráneo, faldas coloridas que se repartían por un campo triste donde cada mujer no era sino una protuberancia de la naturaleza como un montón de heno, como una gavilla de paja; todo ello atravesaba alborotadamente la mente de Pipo, como si asistiera a una función de cine en la que el operador se hubiera vuelto loco y mezclara incontinentemente las imágenes de varias películas.

-"...te repito que, por ejemplo, tu amigo Domingo es muy amable conmigo, me llama a menudo para preguntarme cómo estoy, me manda flores por mi cumpleaños...". La voz de Isabel sonaba distante, como una trompeta de alguna guerra lejana.

 
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Notas impasibles de Fernando de Trazegnies   Notas impasibles
de Fernando de Trazegnies

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