Introducción [1]
Las
relaciones entre los países de América Latina y Estados Unidos, enmarcadas en
una histórica asimetría que transita sin patrones fijos del estrecho apego al
enfrentamiento, y en ocasiones incluso a simbólicas rupturas, se sitúan hoy bajo
los dilemas que el reciente proceso electoral estadounidense ha bosquejado. Los
ocho años de la administración republicana encabezada por George W. Bush,
intensificaron no sólo la imagen beligerante y prepotente del estado
norteamericano en el mundo, sino que terminaron por demarcar un pronunciado
deterioro de su status como
'superpotencia hegemónica', en medio de una crisis mundial de factores
múltiples: económicos-financieros, alimentarios, climáticos y energéticos. En
este sentido, el analista Michael Klare considera en su más reciente libro: "Rising Powers, Shrinking Planet: The New
Geopolitics of Energy"[2], que la actual
coyuntura de crisis proyecta un claro "retrato de una ex superpotencia adicta al
petróleo", incapaz de sostener el 'status mundial' que quiso enarbolar a largo plazo tras la caída del muro de Berlín.
Por otra parte, la era W.
Bush ha dejado terribles efectos a nivel doméstico: una economía interna
superavitaria heredada de la administración Clinton se ha convertido en una
deficitaria y altamente endeudada, con
todos sus efectos para aquellos que comercian con Estados Unidos.
En
relación al posicionamiento particular de Estados Unidos en cada una de las
regiones del mundo, la organización de su agenda de política
exterior
marcó una jerarquía explícita de sus prioridades inmediatas, tal como lo
demostró el particular apalancamiento militar en el Oriente Medio, que con la
invasión a Iraq marcó una de las más claras expresiones del unilateralismo
bélico, posteriormente convertida en el más grande símbolo de empantanamiento
militar contemporáneo después de Vietnam, con reducidas alternativas distintas a
una salida gradual del país árabe.