Mas como la especie humana se dirige en general desde todo modo de obrar instintivo a todo modo de obrar racional por la necesidad, las preocupaciones y las circunstancias, estas mismas causas ejercen asimismo su influencia en la educación de la humanidad en este tránsito del modo instintivo de obrar de la madre al modo de obrar racional. A ésta empieza a faltarle tiempo para su balbuceo irreflexivo; además de su pequeñuelo, tiene muchísimas cosas de qué ocuparse; se ve obligada, por consiguiente, a cuidar a su hijo con regularidad; es decir, a determinadas horas y en ciertos momentos; fuera de esto, sus quehaceres la llaman a otras partes; debe, pues -porque no puede ser de otro modo-, dedicar aquellas horas y momentos a enseñarle a hablar en las horas, en los momentos que la Naturaleza señala para las necesidades del niño y para satisfacerlas. En los momentos en que le lava y asea, nombra -y así debe hacerlo- todas las partes de su cuerpo, que le moja y enjuga; al prestarle estos cuidados es cuando precisamente le dice: dame tu manita; dame tu piececito; y cuando le da de comer nombra la papilla, el puchero y la cuchara; los cuidados más íntimos y el cariño en esta asistencia le hacen enfriar en la cuchara la papilla demasiado caliente y decir, mientras la lleva despacio a la boca del niño: tienes que esperar, está caliente.
El arte de enseñar a hablar a los niños es muy limitado en la mayor parte del pueblo, en lo más esencial de lo que se exige al efecto. Muchas mujeres que hablan de cuanto hay en el cielo y en la tierra no están en situación de nombrar al niño las tres o cuatro partes de que se componen los ojos, la nariz y la boca. Charlan, durante muchas horas del día, de las cosas más extrañas, pero no saben una sola palabra de la educación del niño, que es lo importante, aunque, lo tengan delante de las narices. Es una triste verdad, pero es preciso reconocer que la masa del pueblo no tiene los conocimientos del idioma que son necesarios para enseñar a hablar a un niño; y es también una triste realidad que las madres campesinas, y las más locuaces menos, saben enseñar a hablar a sus hijos. Así, los males son incalculables; pero, ¡Dios mío!, los medios para subsanarlos son tan fáciles cuanto mayores son los daños.
Ya se ha realizado enteramente y se ha producido lo que el arte mismo debía realizar y producir para satisfacer estas necesidades de la educación humana y para poner a las madres en situación de enseñar a hablar a sus hijos: el idioma que existe y está formado para ello en todos los pueblos. Lo que falta es una guía para las madres que las ponga en situación de avanzar sin saltos desde el momento en que la necesidad, las preocupaciones y las circunstancias las han educado para este fin -el enseñar a hablar a sus hijos-; falta una guía para que reconozcan en toda su extensión y utilicen en toda su fuerza este punto, como el punto inicial para enseñar a hablar a sus hijos.