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     Sin dicho auxilio, sólo posee una simple facultad de emitir sonidos. El arte la eleva a facultad de lenguaje, y más tarde se sirve de esta fuerza ilustrada para facilitarle la aclaración de todas las representaciones que son dadas al hombre por sus sentidos.

     La madre se ve obligada, con frecuencia, por su instinto a balbucear sonidos al niño; se deja llevar con una alegría interior por esta tendencia natural; le causa placer distraer y divertir al niño de este modo, y la Naturaleza auxilia sus esfuerzos en tal sentido. El niño no oye únicamente los sonidos de la madre; oye también la voz del padre, del hermano, del criado y de la criada; oye sonar la campana, golpear en la madera, ladrar al perro, piar al pájaro, mugir a la vaca, balar a la oveja, cantar al gallo.

     Pronto deja de ser su oído una simple y vacía conciencia de los sonidos que a él llegan, y apercibe sus diferencias; comienza entonces a sospechar y observar la relación de los sonidos con los objetos a los cuales se refieren; mira la campanilla de la casa cuando suena; dirige sus ojos a la vaca cuando muge; a la puerta, cuando alguien golpea en ella; al perro, cuando ladra; etc.; y así como empieza a notar la relación que hay entre los sonidos que llegan a su oído y los objetos de los cuales provienen, del mismo modo empieza también a descubrir la relación que existe entre los objetos que están habitualmente ante sus ojos y los sonidos que la madre produce cuando los nombra; comienza, en fin, a descubrir la relación de los nombres con las cosas conocidas. Así, antes de que tenga intención de hacerlo, llega a balbucear algunos de los sonidos que oye; ahora comienza también a sentir en sí mismo esta fuerza. Salen involuntariamente de su boca sonidos desiguales; los oye, siente su fuerza; quiere balbucear, lo consigue, le causa alegría, balbucea de nuevo y ríe. La madre lo oye, contempla sus risas; su corazón se eleva; se duplica la tendencia de su instinto a balbucear sonidos ante él, y le ejercita más contenta y satisfecha que antes lo hacía.

     Pero mientras esta tendencia alcanza el grado supremo de su encanto, comienza ya la Naturaleza a socavar poco a poco los fundamentos instintivos en que sólo hasta ahora descansaba. Paulatinamente va desapareciendo la necesidad de distraer y divertir al niño con el balbuceo. Este modo de obrar rutinario llega a no satisfacer al niño que ya sabe distraerse por sí mismo; le basta para ello la Naturaleza que a su alrededor vive y se agita; pero ahora necesita y quiere aún más para divertirse: desea que se le informe de todo lo que ve, oye y siente; necesita ahora aprender a hablar, y la madre debe ahora enseñarle.

 
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Las veladas de un ermitaño de J. E. Pestalozzi   Las veladas de un ermitaño
de J. E. Pestalozzi

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