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     Yo no puedo calificar tu extirpe, padre de familia, señor de tu casa, imagen del príncipe en tu choza. ¡Oh, género humano en tu profundidad! ¡Oh señor y padre de todo!

     En todo lo profundo, el criado es substancialmente igual a su amo, quien le debe el poder satisfacer la necesidad de su naturaleza.

     El señor es el padre del súbdito para elevar el pueblo al goce de las dichas de su ser.

     Y todo pueblo ha de descansar, para gozar de su dicha doméstica, en una pura confianza filial hacia la paternidad de su señor, y ha de esperar cumplir su deber paternal con la educación y formación de sus hijos en aquel placer bendito de la humanidad.

     Este aguardar y esta esperanza filial de la humanidad, ¿son una imagen y una alucinación del sueño?

     Creencia en Dios, eres la fuerza de esta esperanza.

     Los príncipes que creen en Dios y reconocen la fraternidad del género humano, encuentran en esta creencia el espíritu para cualquier deber de su condición. Con la fuerza divina son hombres formados para la felicidad de sus pueblos.

     Los príncipes que desmienten la paternidad divina y la fraternidad humana, hallan en esta incredulidad el principio de la aniquilación más espantosa de la creencia en sus deberes. Son hombres que causan terror, y su fuerza siembra la desolación. Con el reconocimiento de la suprema paternidad divina, se aseguran los príncipes la obediencia del pueblo, en cuanto la consideran como cosa divina.

     Y el príncipe que no quiere buscar el origen de sus derechos y de sus deberes en la obediencia a Dios, erige su trono en la arena incierta de la creencia del pueblo en sus fuerzas.

     La creencia en Dios es el lazo entre el príncipe y su pueblo, el lazo de unión interior de las relaciones fertilizadoras de la humanidad.

     La incredulidad es la negación de los deberes y condición fraternales de la humanidad; el desconocimiento y menosprecio al derecho paternal de Dios, la audacia provocadora con el abuso del poder recíproco; la disociación de todos los lazos puros de las relaciones benditas de la humanidad.

     El sacerdote es el anunciador de la paternidad divina y de la fraternidad humana, y su posición es el centro de afluencia de las relaciones naturales de la humanidad para su ventura, mediante la creencia en Dios.

     La creencia en Dios es el origen de todo el sentido paternal y fraternal de la humanidad, la fuente de toda justicia.

     La justicia, sin el sentido paternal y fraternal, es un absurdo vano y estéril.

     La justicia altanera, expresión de los añejos enredos que alimentan los peritos de leyes y los tribunales, es la más cara de una justicia, que no es la ventura del pueblo.

 
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Las veladas de un ermitaño de J. E. Pestalozzi   Las veladas de un ermitaño
de J. E. Pestalozzi

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