El conde Linois había notado a menudo, durante las
batidas de caza, mi vigor y mi agilidad. Sin duda yo no valía lo que un
perro en olfato y en inteligencia. Sin embargo, en los días de
empeño, no había ojeado capaz de adelantarme, y los aventajaba a
todos, como si hubiese tenido un instinto sobrenatural.
- Tú me has parecido un muchacho valiente y
sólido, - me dijo un día el conde de Linois.
- Sí, señor Conde.
- ¿Y eres fuerte de brazos?
-Levanto trescientas veinte libras.
- ¡Sea enhorabuena!
Y esto fue todo. Pero el asunto no debía parar
aquí, como bien pronto vamos a ver.
En aquella época existía en el, ejército
una costumbre muy singular. Ya se sabe cómo se llevaban a cabo los
enganches para la profesión de soldado. Todos los años, los
encargados de reunir gente hacían una excursión a través
del territorio, y hacían beber a los mozos más de lo que
era justo. Se firmaba, un papel cuando se sabía escribir, o se
hacía en él una cruz cuando no se sabia más que cruzar dos
palos uno sobre otro. Esto valía tanto como la firma. Después se
cobraba un par de cientos de libras, que eran bebidas antes que embolsadas, se
hacia la mochila, y se iba uno a hacerse romper la cabeza por cuenta del
Estado.