Mi padre murió el primero; mí madre seis meses
después. Estos dos fallecimientos me causaron mucha pena. ¡Si!
¡Así está dispuesto! ¡Así lo quiero el destino!
Es preciso perder a los que se ama, lo mismo que a los que no se ama.
Sin embargo, tratemos de ser de los que son amados cuando nos
llegue la hora de partir.
La herencia paternal, después de pagadas todos las
deudas, no llegaba a ciento cincuenta libras1. ¡Las
economías de sesenta años de trabajo! Esta cantidad hubo que
repartirla entro mis dos hermanas y yo; es decir, que tocamos cada uno a dos
veces nada, poco más o menos.
Yo me encontraba, pues, a los diez y ocho años con una
cincuentena de francos. No era mucho, en verdad; pero yo era robusto, fuerte,
bien hecho, acostumbrado a los trabajos rudos, y además con una buena
voz. Sin embargo, tenía la desgracia de no saber leer ni escribir. No
aprendí hasta mucho después, como veréis. Pero
cuando estas cosas no se comienzan desde temprano, cuesta luego mucho trabajo el
llegar a dominarlas. La forma y manera de expresar las ideas se resiente siempre
de la primera falta, de lo cual daré repetidas pruebas en esta
relación.
¿Qué iba a ser de mi? ¿Continuar el oficio
de mi padre? ¿Derramar mi sudor sobre las tierras de los otros para
recolectar la miseria al cabo de muchos años de trabajo? Triste
perspectiva, que, a la verdad, no es para tentar a nadie. Una circunstancia vino
a decidir mi suerte.