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Así discurriendo llegaron a la posada. En la cocina sólo estaban los de casa. El duque se había retirado a la habitación en donde debía dormir -que estaba encima del gran comedor,- y las tablas del piso, por estar desunidas, dejaban tanto espacio entre unas y otras, que desde ella era fácil ver y oír todo lo que en el piso bajo se hiciera o se dijese.

Al posadero le había cruzado por la cabeza la sospecha de que el recién llegado no era lo que aparentaba; pero, asediada la ciudad por la parte de tierra, llegaban a ella por el mar hombres de todo linaje y ya no se hacía gran caso de cualquier cara que no fuese de las que de ordinario se veían.

Subieron la escalera don Miguel y Boscherino y dieron en la habitación por el duque ocupada. Un lecho cubierto de sarga gris, una pequeña mesa y unos pocos escabeles constituían el mobiliario. La llama del velón que agonizaba casi, agitada por el viento que entró al abrirse la puerta, se extinguió; y en tanto que don Miguel salía en busca de otra luz y tornó con ella, Boscherino permaneció a obscuras solo con el duque. Quedóse inmóvil en el lugar en que estaba apretándose contra la pared sin atreverse a respirar casi, y tanto menos a pronunciar palabra, asombrado de sentirse tan poca cosa, él, que no respetaba a nadie en el mundo. Pero la idea de que se encontraba en presencia de aquel terrible y maravilloso hombre, tan cerca de él que, en el silencio de la noche, percibía el rumor de su respiración muy frecuente, todo lo que le rodeaba le imponía de tal suerte que se dolía de estar vivo.

Volvió don Miguel con la luz, y Boscherino pudo ver al duque sentado al borde del lecho.

Su aspecto era el de un hombre que nunca ha sabido lo que es descanso ni de alma ni de cuerpo. Bien constituido, los miembros enjutos, de talla algo mayor que la ordinaria, había un no sé qué inexplicable, cierta vacilación perenne en todos sus movimientos. Traía un sayo de tela obscura con anchas mangas vueltas y una daga muy estrecha cruzada al cinto; la espada, con el sombrero adornado de una sola pluma negra, estaba sobre la mesa. Tenía puestos los guantes y calzaba gruesas botas de viaje. Volvió hacia los recién llegados el rostro pálido, de mejillas sumidas y salpicadas de manchas amarillentas; se atusó los bigotes y la barba de color rojizo más bien larga que corta, que le caía sobre el pecho formando dos picos, y fijó en ellos unos ojos como sería imposible hallar en el mundo otros parecidos; a su voluntad penetrantes como los de una víbora, dulces como los de un niño o terribles y crueles como los de la hiena.

Boscherino, siempre en el mismo lugar, estaba encogido y azorado como si esperase una sentencia de muerte, aunque el duque le miró de manera que bien podía hacerle perder todo temor, pero sabía de quién se trataba y no por eso se tranquilizó.

-Me has reconocido, Boscherino -le dijo, y lo estimo; siempre te tuve por hombre bueno y fiel, y si no te hubiese encontrado de manos a boca, te habría buscado. Sabía bien que aquí estabas. Pero cuidado con que a nadie digas que me has visto. De más está decirte que puedo remunerar tus servicios, y que si me disgustases te acarrearías grave daño.

Bien debía saber el caporal que era purísima verdad lo que le decía el duque, cuando replicó:

 
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