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En el espacio intermedio navegaba lentamente una pequeña embarcación, bordeando para buscar el viento, tan inconstante en aquel golfo, que hinchaba ya de un lado, ya de otro en largas líneas la superficie del mar. La distancia que aun separaba la nave de la costa y la dudosa luz del crepúsculo impedían distinguir cuál era su bandera.

Un español, que junto con otros muchos soldados estaba cerca de la orilla, la miraba fijamente fruncidas las cejas, retorciéndose los grandes mostachos, más entrecanos que negros.

-¿Qué estás mirando, que pareces una estatua y no prestas atención a quien te habla? Este apóstrofe de un soldado napolitano que, no habiendo obtenido respuesta a una primera pregunta lo tomó a mal, no fue parte a conmover poco ni mucho al imperturbable español. Por fin, con un suspiro que más parecía salir de un fuelle de fragua que del pecho de un hombre, dijo:

-Voto a Dios que Nuestra Señora de Gaeta, que da buen viento y buen viaje a tantos que se lo piden en el mar, podría mandarnos ahora ese barco a los que se lo pedimos en tierra y no tenemos que llevar a la boca otro alimento que la culata del arcabuz. ¡Quién sabe si no viene cargado de trigo y provisiones para esos excomulgados de franceses que nos tienen encerrados en esta jaula para hacernos morir de hambre!... ¡Y mala Pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si al señor Gonzalo Fernández de Córdoba, después de haber bien comido y mejor cenado, se le importa de nosotros más que de la suela de sus zapatos!

-¿Y qué puede hacer Gonzalo? -repuso con menosprecio el napolitano, satisfecho por hallar manera de contradecirle. -¿Habrá de volverse pan para que se lo coma algún bestia como tú? Cuando tenga, ya lo dará. Las naves que con tan mala fortuna encallaron en los bancos de Manfredonia, ¿quién las devoró?, ¿Gonzalo o vosotros?...

El español, un poco demudado el semblante, mostrábase dispuesto a contestar, cuando fue atajado por otro del grupo, el cual, golpeándole el hombro, moviendo la cabeza y bajando la voz para dar más peso a sus palabras, le dijo:

-Recuerda, Nuño, que el hierro de tu pica estaba a tres dedos del pecho de Gonzalo el día que en Taranto, para pedir las soldadas, se hizo aquella extraña broma... porque si alguna vez he creído que tu negro cuello iba a trabar amistad con un dogal, fue aquélla... ¿ Te acuerdas que se vociferaba tanto como para espantar a un león?... Pues menos aún que el torreón del castillo (y señalaba la torre mayor de la fortaleza que asomaba las almenas por encima de los techos de las casas) se movió Gonzalo; y sereno, muy sereno (me parece estar viéndolo), con la velluda mano desvió tu pica y te dijo: «Mira que sin querer no me hieras...» En aquel punto el sombrío semblante del viejo soldado aún se ensombreció más, y para interrumpir un coloquio que muy poco le complacía, le cortó al otro la palabra, diciendo: -¿Qué me importa a mí de Taranto, de la pica, ni de Gonzalo?...

-¿Qué te importa? -continuó sonriendo el que antes hablara -Si quieres estar bien con Ruy Pérez y conservar el tragadero del pan para cuando Dios fuere servido mandárnoslo, cuida no hablar tan alto que Gonzalo te oiga y se acuerde de Taranto... Media palabra es poco y una demasiado -dicen los italianos; -y hombre prevenido, salvado a medias.

 
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