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Delante de la puerta principal de la hostería, seis delgadas columnas de ladrillo rojo sostenían un cobertizo, debajo del cual varias mesas estaban dispuestas para el servicio de los parroquianos. El posadero (cuyo nombre era Bacio de Rieti, pero que de conformidad con ciertos rumores que circulaban habíanle apodado Veneno, y por ese sobrenombre era conocido de todos) había hecho pintar, entre dos ventanas, un gran sol colorado, al cual el pintor -ateniéndose a vulgares nociones astronómicas que aún no están del todo olvidadas -había atribuido ojos, nariz y boca, y rodeádole de haces de rayos amarillos en forma de cola de vencejo, que por el día se divisaban a una milla de distancia. El interior de la casa estaba dividido en dos pisos; formaba el uno un gran local a nivel de tierra que servía de cocina y de comedor; por una escalera de madera subíase al segundo, en donde habitaba el posadero con su familia y daba alojamiento al desgraciado a quien cabía en suerte pasar allí una mala noche. Era costumbre general en Italia, por aquellos tiempos, cenar a las veintitrés; de modo que en el momento de este relato encontrábanse tan sólo tomando el fresco, sentados delante de la puerta unos cuantos soldados y jefes de escuadra de la compañía del señor Próspero Colonna que seguía la suerte de las armas españolas; todos jóvenes y bizarros, quienes con los otros valientes del ejército acostumbraban reunirse allí.

El posadero, que entendía muy bien su oficio, no les escaseaba ni vino ni naipes y, siendo hombre gracioso y lleno de picardía, para cada uno tenía una frase oportuna, y así, entreteniéndolos, les sacaba bonitamente el dinero.

Estaba Veneno de pie en el umbral de la puerta, el mandil recogido al costado, abanicándose con el gorro, cuando aparecieron los dos forasteros, quienes, para no parecerlo, caminaban despacio conversando con gran reposo; y cuando llegaron a la entrada de la hostería y el reflejo del hogar les alcanzó de lleno, pudo verse que iban vestidos ni más ni menos que como cualquiera de los presentes.

Poco atrajeron la curiosidad de los concurrentes, excepto de uno, sentado más lejos, que estando en lo obscuro había visto mejor y no pudo reprimir un ¡oh! revelador de gran sorpresa, levantándose a medias y exclamando: «¡El duque...!» El acento con que fue pronunciada esta frase mostraba que era precursora de un nombre: pero una rapidísima mirada del que la ocasionó fue bastante para hacer que ese nombre no saliese de los labios del soldado. Nadie se había fijado en aquellas manifestaciones de asombro; sólo un compañero que estaba muy cerca de él le oyó y le dijo:

-Boscherino, ¿en qué duque estás soñando? Sin embargo, no te he visto beber hoy. ¿Te parece que es este sitio para duques...?

Imposible le parecía a Boscherino el tener la suerte de no merecer crédito y de ser considerado loco o borracho, y sin entrar en más explicaciones eludió hábilmente toda pregunta y reanudó la conversación interrumpida.

Detrás de los recién llegados se fue la redonda y grasienta persona de Veneno con su cara amarillenta, barbuda y maliciosa, animada de una expresión en la cual había una mezcolanza del rufián y del asesino. Sin demostrar demasiado respeto se llevó la mano al gorro que tenía puesto y dijo:

 
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