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-Acabaréis por atosigarme y no sabréis nada -decía el mensajero rechazando a los curiosos -¿ Habláis vosotros o queréis que hable yo?

-Bueno, bueno... gritaron todos; -¿qué noticias tenemos?

-Pues tenemos la noticia de que regresamos hace un momento medio muertos de cansancio: que hemos estado a caballo catorce horas sin probar un trago de agua... Oye, tú, Veneno, un medio de a tres, que esté fresco... Tengo la garganta seca como un pedazo de yesca... Pero ya tenemos en Barletta cuarenta cabezas de ganado mayor y setecientas menores, con tres señores prisioneros que, Dios mediante, vomitarán tantos escudos de oro como cristianos somos bautizados, si quieren volver a ver la puerta de sus casas. Os diré que no ha costado poco trabajo desmontarles y tomarles las espadas... Pero ¡ese vino lo traerás antes de caerte muerto!... Herían a dos manos como saetas; uno especialmente, estaba en tierra con el caballo herido que le cayó sobre una pierna; le gritábamos «ríndete o eres muerto»; pero él sólo contestaba repartiendo cuchilladas y mandobles con el espadón que, a no rompérsele, porque un golpe que le tiró al caballo de Iñigo, lo erró, pegando sobre el arzón de hierro que hizo saltar en dos la hoja, era cosa de acabarlo a lanzadas o dejarlo. Por fin se decidió a darle a Diego García la media espada que le quedaba en la mano.

En esto llegó Veneno con el vino, lo sirvió al narrador, y éste le dijo después del primer trago: «Vaya por Dios, que al fin viniste...»

-¿Y cómo se llama ese demonio? -interrogó Boscherino.

No lo sé... Decían que era un gran barón francés llamado La Crotte o La... La... ¡Ah, si, La Motte, ahora recuerdo... La Motte, un pedazo de animalote capaz de hacer retemblar la tierra. En fin, la cosa ha acabado bien y, si Dios quiere, sacaremos la tripa del mal año.

Volvió el narrador los ojos al comedor de la hostería y le gritó a Veneno:

-¿Pero qué haces, traidor, perezoso, que todavía no has encendido el fuego? Por lo visto quieres que te mida las espaldas con este zurriago.

Y entró resueltamente en la posada dispuesto a cumplir la amenaza, pero se detuvo viendo que ya estaba puesto un gran haz de leña encima de las brasas y la llama empezaba a elevarse crujiendo, mientras el posadero, colorado y sudoroso, sin pensar ya ni en la carestía ni en el asedio, sabiendo que con Paredes y sus compañeros no era cosa de jugar, corría diligente de un lado para otro haciendo los preparativos del caso. En menos que dura un relámpago había encontrado todo lo que era menester, y descuartizando un carnero puso a hervir en varias ollas una parte de él y el resto lo enhebró en dos largos asadores que colocó en los respectivos soportes de hierro al amor del rescoldo y en frente de las llamas.

Viendo que el asunto tomaba buen aspecto, el que encargara la cena añadió:

-Bien, Veneno, mereces plácemes. Porque si esos hubieran llegado no estando todo corriente, habrías sabido por experiencia cuánto pesan los cinco dedos de Diego García. Me voy, y te los mando en un vuelo.

-Y tú, Ramazzotto, ¿no vendrás con ellos? -dijo uno de los caporales.

 
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