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-¿Qué mandan los señores?

El que ya hemos visto atender al nombre de Miguel se adelantó y repuso -Quisiéramos cenar.

El posadero hizo una expresiva contorsión y, con acento plañidero al cual se esforzó por hacer severo, exclamó:

-¿Comer? Queréis decir comer un bocado como mejor se pueda arreglarlo... Dios sabe lo que ha quedado en esta casa con los apuros del asedio. ¡Qué...! Antes valía un pan un cortonés y ahora cuesta medio florín... Eso pago yo en el horno... De todos modos, tratándose de señores semejantes buscaré... me ingeniaré...

Y con ese exordio, destinado -según usanza de posaderos- a hacer pagar diez por lo que vale dos, abrió un armario, sacó de él una cazuela, la puso en el hogar, y con ayuda del viento movido con el mandil, que levantaba la ceniza hasta la altura de la campana de la chimenea, pronto estuvo recalentado un guisote de carne de cabrito que, según decía Veneno, era la única vianda que había a aquellas horas en Barletta, y debía haber servido de cena a un caporal que de seguro iría a reclamarla de un momento a otro; pero a tales señores no era cosa de mandarles a la cama con el estómago vacío.

Fuera como quisiera, agradó la vianda servida en escudillas de barro, acompañada de un bocal de gruesa panza lleno de vino y de un trozo de queso de oveja, duro como piedra, en el cual muchas hendeduras delataban que otros parroquianos habían ya puesto a prueba sobre él las hojas de sus cuchillos. La mesa a la cual estaban sentados ocupaba un rincón del fondo del comedor, si tal nombre puede usarse tratándose de una verdadera cueva con las paredes y el techo ennegrecidos por el humo. A la parte opuesta estaba un gran hogar, en torno del cual podían sentarse doce personas; a uno y otro lado, tres o cuatro hornillos; delante la mesa del cocinero, y formando con ésta a la manera de una T, otra mesa estrecha, a todo lo largo del local, hasta tocar casi en la pared junto a la cual estaban cenando los recién llegados.

De la viga maestra del techo colgaba en medio de la sala un gran velón de cobre con cuatro mecheros, casi apagados, pero bastante encendidos para que la gente no se rompiera las espinillas contra los bancos y los escabeles que en torno de la gran mesa había.

Cuando el hostelero hubo preparado todo lo que los que cenaban habían menester, silbando como era su costumbre, se volvió a la puerta en el momento preciso en que a caballo en una mula a todo correr llegaba un hombre que se apeó sin apoyarse en el estribo y entró en la hostería gritando:

-Albricias, muchachos, alegraos y tomad ánimo que traigo buenas noticias, y tú, Veneno, córtate en veinte pedazos y podrás atender a todos. Diego García acaba de llegar; en casa ha dejado el caballo y en seguida viene a cenar. Se reunirán veinte o veinticinco espadas y la suya vale por cuatro; conque a ver como te arreglas para que todo esté corriente. ¿Y...? Que, ¿ no te mueves? ¿ Estás muerto?... ¡Menéate!...

Veneno se había quedado con la boca abierta. Todos los parroquianos se habían puesto de pie y rodeaban, asediándole a preguntas, al mensajero, ganosos de saber cómo y qué había resultado de la cabalgata.

 
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