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-¿Cómo podría venir? La gente aún está a caballo y tengo que alojarla sin apartar los ojos del botín que se quedó en el gran patio del castillo; y ya tú sabes que por la noche las manos acuden listas y no faltan nunca en estos escuadrones quienes las sepan manejar. Fieramosca, Miale, Brancaleone y todos los nuestros están allá ojo avizor y nos han recomendado que no haya escándalos; a los españoles les corresponderá otra vez: a quien toca, toca...

-Siendo como tú dices -interrumpió Boscherino, -iremos a ayudarte. ¡Ea, animo, compañeros! Este buen hombre tiene en el cuerpo muchas millas que no tenemos nosotros y hay que socorrerlo.

Salidos que fueron de la hostería comentando los incidentes de la expedición de aquel día, encamináronse todos hacía el lugar en donde la compañía de Ramazzotto les esperaba. Este último, pie a tierra, llevando de la brida a su cabalgadura, narraba y respondía, y Boscherino seguíale atento con toda el alma a su relato, cuando sintió que le tiraban de la capa, volvió la cara, y en la semioscuridad reconoció a uno de los dos forasteros a quienes dejara cenando en la posada.

--Boscherino -le dijo, deteniéndolo mientras los otros seguían calle adelante; -el duque quiere hablarte; no te asustes, que no se trata de causarte el menor daño, pero cuidado con lo que se hace... Ya estás advertido. Vamos.

Oyendo tales razones, Boscherino sintió que le invadía la fiebre, y en voz tan baja que apenas se podía oír, murmuró -¿Sois vos, don Miguel?

-Sí soy. Pero calla... y sobre todo pórtate como hombre avisado y valiente que eres.

-Boscherino había servido -en calidad de caporal- al caballero Juan Baglione y a otros señores italianos en las guerras de aquel tiempo, acreditándose de valiente; no había hombre que estuviera más dispuesto que él para meterse a cualquier hora en una empresa peligrosa; por eso, cuando formó el caballero Próspero una compañía de 500 peones y 100 arcabuceros, para incorporarse como condottiero al ejército del Gran Capitán, fue contratado con un respetable sueldo, teniéndole en gran estima y contando mucho con él.

Pero su coraje, aunque muy sólido, no fue parte a impedir que, oyendo las palabras de don Miguel, y sabiendo a quién iba a encontrar de allí a un momento, le temblasen las piernas; y si en su mano hubiera estado el elegir, más habría preferido encontrarse frente a frente de diez buenas espadas que cara a cara con aquel que le mandaba llamar y le estaba esperando.

Pensando en las cosas pasadas hacía poco, se daba cuenta de la verdad y decía para sí:

-Por seguro que me oyó cuando dije «el duque...» El diablo desde el infierno meneó mi lengua... y eso que estaba lejos y me parece que no alcé tanto la voz... Pero, ¿a dónde no alcanzará aquella alma condenada?... ¿Y qué demonios habrá venido a hacer aquí?

 
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