I
En voz baja, pero clara Y distinta, terminó su informe
el abogado señor Landais, hallándose dominado no por una de esas
emociones que son superficiales o de comedia, emociones a que algunos abogados
se muestran tan aficionados, sino realmente conmovido hasta el fondo de su
corazón por la íntima y profunda convicción que
tenía de la inocencia del acusado.
Dentro de breves momentos van ustedes, señores jurados,
a empezar su deliberación, siendo muy grave el deber que tienen que
cumplir. De lo que van a decidir depende la libertad, quizás, la vida de
ese desgraciado, al que se acusa injustamente de haber cometido un crimen
espantoso; de ese hombre al que han visto ustedes llorar, al que han visto
sollozar durante las largas y crueles horas de esta vista. Antes de condenarle
olvídense de todo lo que le acusa y no se acuerden más que de sus
lágrimas... porque esas lágrimas no son fingidas, sino que salen
de su angustiado corazón... ¡Los asesinos no lloran, señores
jurados!... Mírenle antes de abandonar esta sala, a la que sólo
volverán después de haber decidido la suerte de un hombre; miren a
Doriat, mírenle bien, fíjense en él para que en el momento
en que vayan a votar acerca de cuál debe ser su suerte, se aparezca ante
los ojos de ustedes con su conmovedora tristeza.