Doriat estaba, lívido, y por muy preocupado que
estuviese su espíritu en los terribles momentos que atravesaba, no dejaba
de figurarse que los consuelos y exhortaciones de su abocado eran por cumplir, y
decíase
-Si vuelvo a verle, será señal de que tiene que
darme una buena noticia,; si no vuelve es que estoy perdido, y no será
él, sino el verdugo, quien venga a decirme que mi indulto ha sido
denegado.
Y al pensar en esto estremecíase.
Los dos o tres primeros días, Doriat estuvo solo, y al
cuarto se instaló en su celda uno de sus guardianes; pero el preso no le
hizo caso ni se ocupó de él, ni siquiera le miró o
respondió {! sus preguntas.
Así transcurrieron dos días, durante los que
sólo se le ocurrieron lúgubres pensamientos, y el señor
Landais no dio señales de vida, y ni escribió ni, se
presentó. ¿Por qué? Aquello era muy mala señal; sin
embargo, al noveno día penetró un rayo de sol en la obscuridad del
cerebro del condenado, poblado de sombrías ideas.
El director de la prisión mandóle una carta era
de su esposa, y Luciana, su hija, había añadido algunas
palabras:
-Valor y esperanza, padre -decía. - Trabajo para
salvarte, no sólo de la muerte, sino para devolverle el honor.
El desdichado besó con locura cien veces aquella carta
sus esperanzas crecieron, y puesto que no le olvidaban, estaba salvado. Aquella
noche durmió con más tranquilidad.