-¡A pena de muerte! ¡A pena, de muerte! ¡Vaya
una broma!
No lo quería creer; sacáronle de la sala y
continuó riendo; estaba corno un loco, y únicamente al llegar a
los corredores, que atravesó entre parejas de gendarmes,
comprendió lo que pasaba, deteniéndose entonces para contemplar a
los soldados que le sujetaban de los brazos.
- ¡A muerte! Pues qué, ¿me van a
guillotinar?
-Me parece que sí, primo -contestó el gendarme de
la derecha.
-Y otros lo tendrán menos merecido -añadió
el de lo, izquierda.
Callóse Doriat, quedándose muy pensativo;
lleváronle a la prisión de Saint-Pierre, haciéndole entrar
en su celda, y continuó del mismo modo, entregado a sus cavilaciones. No
se acostó en toda la noche, y el guardia que le vigilaba oyóle
gemir continuamente y decir:
-¡Mi esposa! ¡Hijos míos! ¡Luciana!
¡Hija mía!
-¡Farsante! -murmuró el guardia, acostumbrado a
todas las comedias del vicio.