-¡Sí, voy a morir! ¡Pues bien, le juro que
soy inocente!
Callóse y todos se separaron a los lados,
abriéndose de par en par la puerta de la celda.
-Salgamos.
-¿Adónde me llevan? -Preguntó al mismo
tiempo que un estremecimiento recorría todo su cuerpo.
-Al despacho del carcelero en jefe.
-¿Para qué?
-Es preciso que le corten el polo.
-¡Ah! ¡Es verdad! ¡Es verdad!
Echó a andar al frente de la triste comitiva,
doblándosele las piernas, pero, sin embargo, más tranquilo que
poco antes, porque se le había ocurrido una idea, un extraño
pensamiento: ¡era una víctima! ¡un mártir!
El ejecutor de la justicia había llegado la
víspera, a las tres, procedente de París, apeándose en la
estación de Chartier y alojándose con su fúnebre
furgón en un hotel de la calle de Récollets, y a las cinco
terminó la instalación del patíbulo.