Quedóse dormido y empezó a soñar;
veíase perfectamente durmiendo en Garches, en su verdadero lecho, y su
sueño iba aún mucho más lejos; como, estaba rendido de
cansancio, quedóse dormido hasta más tarde que de costumbre,
porque llegó un momento en que creyó soñar que le gritaban
al oído:
-¡Eh! ¡Doriat! ¡Despiértese!
¡Levántese pronto!
-Déjenme dormir un poquito más!
-Vamos, arriba, Doriat! ¡Le han negado el indulto! Ha
llegado la hora, y es preciso que se levante.
Sintió que le sacudían con rudeza y que unas
manos apoyadas en sus hombros obligábanle a moverse.
Despertóse entonces de su ensueño y
quedóse sentado al pie de la cama, contemplando con asombro la estrecha
celda en que se hallaba, mientras que los que le rodeaban mirábanle con
compasión. No sabia dónde estaba, y se quedó muy
sorprendido al ver que no tenía a su lado a su mujer y a sus dos hijos e
hijas, y que en vez de estos rostros queridos veía los de cuatro hombres
y un sacerdote, el abate Follet, los cinco entrevistos en diferentes ocasiones,
durante el largo y lúgubre calvario de su prisión y condena. El
grupo lo formaban un comisario de policía de Versalles, el secretario del
Tribunal imperial, el director de la cárcel, el jefe de seguridad de
París y el limosnero o capellán de la cárcel.