La pesca misma pareciéndome un
gesto superfluo, dejé que el corcho de mi aparejo, llevado por la corriente,
viniera a recostarse contra la orilla.
Pensaba. Pensaba en mis catorce
años de chico abandonado, de «guacho», como seguramente dirían por ahí.
Con los párpados caídos para no
ver las cosas que me distraían, imaginé las cuarenta manzanas del pueblo, sus
casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre
paralelas o verticales entre sí.
En una de esas manzanas, no más
lujosa ni pobre que otras, estaba la casa de mis presuntas tías, mi prisión.
¿Mi casa? ¿Mis tías? ¿Mi
protector don Fabio Cáceres? Por centésima vez aquellas preguntas se formulaban
en mí, con grande interrogante ansioso, y por centésima vez reconstruí mi breve
vida como única contestación posible, sabiendo que nada ganaría con ello; pero
era una obsesión tenaz.