La costumbre de ser agasajado, me
hizo perder el encanto que en ello experimentaba los primeros días. Me aburría
nuevamente por más que fuera al hotel, a la peluquería, a los almacenes o a la
pulpería de «La Blanqueada», cuyo patrón me mimaba y donde conocía gente de
pajuera: reseros, forasteros o simplemente peones de las estancias del
partido.
Por suerte, en aquellos tiempos,
y como tuviera ya doce años, don Fabio se mostró más que nunca mi protector
viniendo a verme a menudo, ya para llevarme a la estancia, ya para hacerme algún
regalo. Me dio un ponchito, me avió de ropa y hasta ¡oh maravilla!, me regaló
una yunta de petizos y un recadito, para que fuera con él a caballo en nuestros
paseos.