Cuando catorce años más tarde Johann Sebastian
tuvo su primera hija la llamó Catharina
Mientras, Bárbara Margarette ya se había
instalado con su nueva familia. A Johann Sebastian le disgustaba que fuera tan
zalamera: nunca llamaba a sus hijos recién adquiridos por sus nombres.
Siempre decía "querido" o "mi tesoro"; y si se le
ponían a tiro, les pellizcaba las mejillas o les acariciaba el pelo. Para
los niños era una desconocida demasiado pegajosa que había tomado
el lugar de su madre. Todo lo que sabían de ella era que no tenía
hijos propios y que había enviudado dos veces antes de casarse con su
padre. ¡Si al menos hiciera buena sopa!, pero no les daba más que
avena y nabos. Bárbara Margarette no creía necesario mantener la
casa en orden, de modo que todo estaba siempre desparramado por cualquier parte,
mientras ella usaba casi todo el día en arreglar y adornar con cintas su
pelo rojo, del que parecía estar muy orgullosa.
Para Johann Sebastian, su casa ya no era su casa, pero
aún así vivía contento: su voz de soprano seguía
siendo, de lejos, la mejor del coro del colegio, y estaba Catharina.
Catharina, a quien veía tan pocas veces, siempre de
lejos, era otra expresión de la Gracia Divina, algo que agradecía
profundamente a Dios, la belleza pura, cuya imagen lo turbaba y lo
enaltecía a la vez. Siempre que podía trepaba la colina escarpada
del Watburg que, medio en ruinas, seguía llevando con dignidad el peso de
seis siglos de historia y leyenda.