Encontraron que la iglesia estaba cerrada, caminaron en
derredor y golpearon en una pequeña puerta de la pared norte. Casi
enseguida, se oyeron los pasos de alguien que arrastraba los pies.
En otras circunstancias, seguramente les hubiera parecido
cómica la figura del viejito que abrió la puerta; en ese momento
sólo prestaron atención a los ojos hundidos que los escrutaban. El
viejo se tomó su tiempo. Después, sin una palabra, los hizo entrar
y se encontraron en un claustro que corría al costado de un
jardín. Ahora, el viejo les señaló una puerta al final del
claustro. La abrieron con cautela: estaban en una biblioteca cuyas paredes,
revestidas de madera lustrada, devolvían el resplandor del fuego que
ardía en la chimenea. Se dejaron caer frente al fuego y mientras la
dulzura del calor les llegaba despacito, miraron, fascinados, el vapor que
salía de sus botas. Un par de minutos después del Amén de
sus oraciones, dormían los dos.
Con la primera luz del amanecer, retomaron el camino.
Todavía no se habían animado a hablar del tema.
Fue al mediodía, cuando caminaban más despacio porque iban
comiendo los pocos bocados de pan que les quedaban, que Johann Sebastian
dijo:
–¿Sabes?, creo que tendríamos que apurarnos
un poco para tratar de llegar a Ohrdruf bastante antes de que oscurezca.
Encontrar San Miguel nos será fácil y ahí seguramente saben
donde vive Johann Cristoph –con lo que parecía un suspirar, Johann
Jacob contestó: