Caminaban desde el amanecer. Al mediodía, cada uno dio
dos bocados a su pan y uno a su salchicha, mientras seguían caminando, ya
que sentarse sobre la nieve que cubría el piso del bosque los hubiera
mojado aún más de lo que ya estaban.
A media tarde Johann Jacob se había quedado un poco
atrás, porque le pareció que algo se movía a la izquierda
del sendero. Y aún así de cansado como estaba, si hubiera visto
una liebre o una ardilla, hubiera intentado cazarla. Mientras, Johann Sebastian
había llegado al pie de la colina, al lugar donde terminaba el bosque.
Gritó:
–¡Jacob, Jacob!, ¡pronto, ven!
Porque no podía soportar solo lo que veía.
Delante suyo vastos campos nevados llegaban al horizonte. La tremenda
desproporción entre el largo de su paso y la distancia a recorrer, le
quitó el aire. Gritó otra vez:
–¡Jacob, ven, vamos a correr!
Y eso hicieron mientras tuvieron aliento; luego siguieron
caminando, dos hormiguitas sobre un desierto blanco.
Todo el día el cielo había sido un toldo oscuro
sobre sus cabezas, pero ahora, ya cerca del atardecer, dejó pasar los
últimos rayos del sol y en esa luz dorada distinguieron un campanario en
la distancia.