En el segundo viaje a la fuente, Johann Sebastian vio que un
carro cargado con muebles y un carruaje ligero se detenían en el lado
opuesto de la calle, justo frente a su casa. Soplaba un viento frío.
Johann Sebastian dejó sus baldes en el piso para ajustar su bufanda al
cuello. De pronto se quedó estático, con la boca abierta y los
ojos fijos en una niña, tal vez de su misma edad, que acababa de bajar
del carruaje: era lo más hermoso que él había visto
jamás. Era tan bonita y se movía con tanta gracia, que
mirándola le costaba respirar. Estaba tan absorto, que no se dio cuenta
de que la niña estaba atravesando la calle y se acercaba a él.
Cuando estuvo frente a él le preguntó:
–Por favor, dígame, ¿la fuente está
lejos de aquí?
Con una voz que no se parecía a la suya
contestó.
–No, está en esta misma esquina.
Ella corrió hacia sus padres y él retomó
sus baldes como si acabara de despertar de un sueño.
Le llevó tres días averiguar cómo se
llamaba: era Catharina. Las oportunidades de verla eran escasas: los domingos en
la iglesia, un par de veces ella salía de su casa cuando él
volvía del colegio. Y cada vez, verla, era un acontecimiento lleno de
significados que le traía sentimientos y sensaciones desconocidos hasta
entonces: toda su sangre corría a su cabeza y la embotaba; poner un pie
delante del otro para caminar le era difícil, pero al mismo tiempo,
sentía que podía saltar hasta la luna...