Ahora, Johann Ambrosius se dio vuelta y miró a su hijo:
la figurita frágil y los ojos grandes y atentos lo conmovieron.
Hacía apenas una mes que había muerto su esposa y estaba abrumado.
Sentía que una montaña se lo había tragado por lo oscuro y
pesado que parecía todo a su alrededor. La presencia de María
Elizabeth le daba una seguridad que se había ido con ella, y sabía
que sus hijos lo sentían tal como él.
Sí, ella había desaparecido y miles de problemas
insignificantes que lo aturdían se habían presentado, no
podían seguir comiendo pan y salchichas el resto de sus vidas.
Estaba abrumado. Tenía que decirle algo a Johann
Sebastian:
–Mira, mañana hablaré con nuestra vecina
Bárbara Margarette y estoy seguro de que ella podrá
arreglarlo.
–¿Y puedo usar el pantalón de los domingos
mientras me lo arregla?
–¡Claro!
Aunque su padre todavía tenía una mano sobre su
hombro, Johann Sebastian no sabía si estaría bien seguir hablando.
Muy bajito dijo:
–Padre... si me lo permite, yo le puedo copiar la
música.