Con el asomo de una sonrisa, Johann Ambrosius dijo:
–¿Si?
–Sí padre, ya lo he hecho en la escuela. El
chantre Dedekin me dio a copiar todas las partes de soprano del coro y
ayer me dijo que lo había hecho muy bien. Sí, eso es exactamente
lo que me dijo.
–Muy bien, veamos que puedes hacer– y en un gesto
afectuoso tomó a Johann Sebastian (que a los nueve años pesaba
poco más que una ardilla) en sus brazos y lo depositó sobre la
silla que acababa de dejar.
La responsabilidad le pesaba, pero con mano firme se puso a
copiar la parte de violín de Hochzeit des Lammes, de Buxtehude,
que su padre iba a tocar, con otros seis músicos, el domingo siguiente en
la Georgkirche. Johann Ambrosius miró por sobre el hombro de su hijo y le
gustó lo que vio. Mientras se sentaba a estudiar otra partitura
alcanzó a ver a Johann Jacob que, tras atisbar por la puerta
entreabierta, se escapaba. ¿Qué travesura haría esta vez?
¡Había tanta energía en ese niño!... Trepaba a los
árboles, molestaba a los vecinos... De pronto, se sintió muy
cansado. Aún no había cumplido los cincuenta pero se sentía
como si tuviera más de cien años. ¡Los hijos! Dicen que son
una bendición, pero no es verdad: son bocas que alimentar y uno no sabe
si vivirán lo bastante para ayudarle un poco.