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A casa de la Marquesa concurrían bastantes gentes, de noche, para formar propiamente una tertulia, voz que define el Diccionario de este modo: junta de amigos y familiares para conversación y otras diversiones honestas.

Entre estas diversiones honestas estaba introducida, y la Marquesa tenía en gran estima, una respetable lotería, que la dicha señora consideraba como salvaguardia austera para impedir los cuchicheos, y como una sustituta ajuiciada de la estrepitosa Terpsícore: -los ternos le parecían muy preferibles a los avant deux; los ambos a los de ligeras piernas, y los números a las cabriolas.

La lotería era para la Marquesa la virtud en cartones, la cartilla de la decencia; aquella cajita colorada y modesta que, venida de Nuremberg, traía su perfume alemán de costumbres sencillas y decentes, había cautivado para siempre el corazón de la Marquesa. Cual otro Czar de Rusia, había sabido anonadar esta señora cuantas conspiraciones habían hecho sus hijas contra su honesto y querido juego, y el privado seguía en su no desmentido favor con la autócrata, la que mientras veía que presidían la mesa, que rodeaba la alegre juventud, el maestro Pino, que así se denominaba el número uno, el abuelo, así se denominaba el noventa, y que hacía su servicio la patrulla, así se denominaba el cinco, por constar de cuatro hombres y un cabo, se entregaba con espíritu tranquilo y corazón sosegado a los goces de su tresillo.

La tertulia era ya bastante numerosa aquella noche, y cosa extraña y no vista, habían dado las nueve, y el exactísimo don Galo Pando no había hecho aún su aparición.

Don Galo era una necesidad en la tertulia de la Marquesa, porque era el complemento de la lotería, encargado como estaba de sacar los números; cargo que ejercía con una equidad, gracia y perseverancia admirables. Triste y desanimada se veía, pues, aquella gran mesa, cubierta de la bayeta verde en que se decidían los destinos de los ambos y de los ternos, con la falta de su presidente.

La Marquesa jugaba al tresillo, y con asombro de don Silvestre hacía renuncio sobre renuncio, distraída por el chapalateo de un intempestivo aguacero de verano. «¡Qué apuro! -murmuraba entre dientes-. La vela... El Marqués, que prometió venir, y aún no ha venido... ¡Jesús! ¡Las estatuas! Capaz es ese Pepino de no haberlas recogido ... ¿Si se habrá ofendido el Marqués con Constancia?... Las macetas ...»

Alegría estaba rodeada de unos cuantos jóvenes, entre los que se distinguía Paco Guzmán por su buena figura y genio festivo.

-Agua por San Juan -le dijo Alegría-, tiene fama de quitar vino y no dar pan.

-Novios hay que son para las muchachas lo que el agua por San

Juan.

Esta sentencia echó la robusta voz de doña Eufrasia, como una bomba, en medio de la alegre reunión de jóvenes, yendo particularmente dirigida contra Paco Guzmán, a quien conservaba una rencorosa ojeriza desde la profanadora voz de pendencia, de que se había valido para designar la guerra contra el francés.

En este momento todas las cabezas se volvieron hacia la puerta, al ver entrar a Pepino que traía en brazos con el mayor cariño, abrazándola por sus desalados pies, la estatua que servía de adorno a la fuente del patio.

-Señora -preguntó-, ¿adónde meto el Mercurio?

-Hombre -contestó la Marquesa de mal humor, y sin participar de la hilaridad general que causó la aparición de aquel nuevo Eneas-, ponlo en un ángulo del corredor, y otra vez infórmate de Andrea de semejantes pormenores.

Pepino, algo sentido de la ingratitud de su señora, dio una vuelta brusca y con él el Mercurio, y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, quedándose prendida y arrancada un ala de la cabeza de aquél en el fleco de la sobrepuerta, de la que quedó colgando perpendicularmente como un dormido murciélago.

La Marquesa se quedó fría de dolor y muda de indignación.

-No vi alas más desgraciadas que las de ese pobre Mercurio -exclamó riendo Alegría-. Esta nueva catástrofe es una conspiración de los desposeídos pies contra la emplumada cabeza.

-Y cate usted una demostración de la democracia -observó Paco Guzmán.

-Y ¿dónde pongo los otros Mercurios? -gritó Pepino desde la antesala, aludiendo a las estatuas de las cuatro estaciones.

-Eufrasia, hija -le dijo en un aparte la Marquesa-; hazme el favor de ir a cuidar de eso, porque las flojas de mis hijas, sin consideración por mí ni por las estatuas, no se moverán ni darán un paso para cuidar de ellas, ni tampoco Andrea que está de esquina con el pobre mozo.

Constancia, más metida en sí que nunca, estaba algo retirada hablando con una amiga suya, y de vez en cuando echaba una furtiva mirada sobre Bruno de Vargas, el que sabía la llegada del Marqués, y acodado en la mesa hacía por ocultar sus celos y su despecho, haciendo como que leía un periódico.

En el testero de la mesa, y desatendida de todos, estaba Clemencia preparando y ordenando los enseres del juego de la lotería, que le divertía mucho, y en el que cuando se jugaba ponía sus cinco sentidos.

-¿Qué le habrá sucedido a nuestro lotero, el insigne don Galo, que no viene a ocupar su presidencia? -dijo Alegría-. ¿Por qué no vendrá, Clemencia?

-Yo no sé -contestó ésta sencillamente.

-Pues deberías saberlo -continuó Alegría-; porque han de saber ustedes que Clemencia es la confidente de don Galo, que no se corta una vez el pelo sin pedirle permiso.

-No lo crean ustedes -exclamó apurada Clemencia en medio de las risas que ocasionó la ocurrencia de Alegría.

-Imposible es -dijo ésta dirigiéndose a Bruno-, que no estés leyendo algún deplorable o lamentable evento, según lo tétrico de tu gesto y lo abatido de tu semblante, primo.

-Efectivamente -contestó este sin levantar los ojos-: estaba leyendo la relación de un naufragio.

-¿Y tanto te horrorizan los percances de los barcos? -tornó a preguntar Alegría con risita burlona.

-Sí por cierto; siempre me han causado una fuerte impresión los naufragios.

-¿Y por qué? -volvió a preguntar con indelicada insistencia Alegría.

-Es porque me da el corazón que he de perecer en alguno.

-¡Oh! pues no os embarquéis nunca -exclamó Clemencia con el acento del corazón.

-¡Agorero y con bigotes! ¿No te da vergüenza de serlo, pastor de corderitos de bronce? -dijo Alegría.

-Napoleón lo fue -repuso Bruno.

-Ese tilde de hereje le faltaba a ese Napoleón Malaparte -sonó el vocejón de su ex-antagonista doña Eufrasia.

-¿Lo visteis alguna vez? -preguntó Alegría.

-Nunca; ya se hubiera guardado de ponérseme a tiro. ¡Vaya!

-Señora -dijo Paco Guzmán-: el Rey debería haber añadido a vuestro dictado de coronela Matamoros, el de condesa Mata-Franceses.

Afortunadamente en este momento entró don Galo, que interrumpió la explosión de coraje de la heroína, exclamando:

-Dios mío, ¡qué diluvio! ¡Cuál están los caños! Por atravesar la calle, me he metido hasta aquí -añadió señalando un tobillo.

-Póngale usted una losa -dijo Alegría.

-Cual otro Leandro, hubiera yo atravesado por veros no el caño, sino el mar Rojo, Alegría, hija mía -repuso don Galo.

-No tuvo esa suerte Faraón -dijo Paco Guzmán soltando una carcajada.

-No le impulsaba el deseo de ver a las bellas -repuso don Galo con una sonrisa de media vara y dirigiendo tres miradas sucesivas, una a Alegría y las otras dos a Constancia y Clemencia.

-En lugar de hacer cumplidos a la griega, vaya usted a sacar los números, don Galo, hijo mío -le dijo Alegría-; pues Clemencia se está deshaciendo y ha preguntado ya varias veces con mucha solicitud si le habría sucedido a usted algún percance.

A pesar de exclamar Clemencia: «Don Galo, no lo crea usted», éste fue más ancho que una alcachofa a tomar su asiento al lado de Clemencia.

-Ya están los Reyes Católicos en su trono -dijo entonces Alegría-; vamos pues a formarles el círculo de cortesanos.

También Constancia se acercó a la mesa con su amiga, y se sentaron frente al asiento en que permanecía Bruno, conservando siempre el Diario en la mano.

-Estás muy poco sociable -le dijo Alegría-; mira que ya en ese naufragio se habrán ahogado hasta las ratas. Vamos, suelta esa Esperanza.

-La conservaré mientras pueda -respondió Bruno, dirigiendo, sin mirarla, su respuesta a Constancia-; aún no me han repartido cartones.

-Aquí tiene usted, hijo mío -le dijo don Galo alargándole cartones.

A la media hora de estar jugando, entró el marqués de Valdemar.

Habiendo saludado a todos y hablado un rato con la dueña de la casa, se aproximó a la mesa.

Bruno palideció y desatendió completamente su juego.

Constancia se contrajo al suyo, tomando su semblante una amarga expresión de aspereza y de descontento, que la hizo aparecer dura y fría como un témpano.

Clemencia estaba tan engolfada en su juego, que no notó la llegada del Marqués.

-¿Queréis cartones? -le preguntó Alegría.

-Gracias -contesto Valdemar-, profundamente abstraído en la contemplación de Constancia.

¡Cuánta ventaja llevan las ariscas en presentarse como fruta vedada! ¡Cuánto ganan las mujeres con hacerse valer! ¡Qué bien habían de tener en cuenta que todo lo que se prodiga pierde su prestigio, pues mientras más tiene que afanarse el hombre para alcanzar lo que anhela, más precio le pone! Y ¡cuánto les valdría recordar que el maná llovido del cielo acabó por empalagar al pueblo de Israel!

Es cierto que el aire altanero y sombrío que ostentaba Constancia con pocas consideraciones sociales, pero con muchas hacia el hombre que amaba, la hacían aparecer más bella. Si alguna vez alzaba sus negros ojos de los cartones que tenía delante, brillaba su enérgica mirada debajo de sus hermosas pestañas, como debió brillar al través de su celada la del joven castellano que defendía su castillo.

Partían su corazón los tormentos que veía sufrir a su amante, y con injusta acrimonia echaba todo su encono sobre aquél, que sin saberlo, se los causaba.

Valdemar tomó una silla y se sentó detrás de Constancia, que no se movió; pero su vecina se apresuró a cumplir un deber de urbanidad, haciendo lugar al Marqués para que pudiese acercarse a la mesa.

-¿Tenéis buena suerte? -preguntó éste a Constancia.

-Muy mala -contestó ésta lacónicamente.

-Es buena señal, porque la mala en el juego la presagia buena en amor.

-Así lo espero.

-Me temo que la mala sea para el que os ame.

-¡Ojalá de ello se convenciera el que tan mal gusto tuviese!

-¿No habrá acaso excepción? -preguntó el Marqués, a quien las palabras secas y el tono brusco de Constancia causaron extrañeza.

-¡Los espejuelos de Mahoma! -dijo en voz grave y clara don Galo, sacando el número ocho.

-Bruno -advirtió Constancia fijando sus grandes y brillantes ojos en su inmutado amante- ¿no cubres el ocho, y lo tienes dos veces?

-¡Qué bien adaptados están los espejuelos de Mahoma a la vista de mi hermana! -observó Alegría.

-Marqués -añadió-, ¿queréis cartones? Va de dos veces que tengo la bondad de ofrecéroslos.

-Y va de dos veces que os doy gracias por vuestra atención, Alegría; no me divierte juego alguno.

-Ni a mí tampoco, y menos la lotería esta, pues don Galo va tan de prisa que no pueden seguirlo sino sus afiliados, Clemencia y comparsa.

-¡El abuelo! -sonó clara la voz de don Galo al sacar el noventa, pues don Galo, acostumbrado a las chanzas a veces poco delicadas de que era objeto, no se dejaba distraer por ellas, y seguía impávido en su inmutable tarea.

-¿No digo? -exclamó Alegría.

-¡Las alcayatas! -gritó don Galo al sacar el setenta y siete.

-Don Galo Pando, vaya usted siquiera al trote -dijo Paco Guzmán- ¿Qué significan las alcayatas? Esas metáforas numéricas no están a mi alcance.

-¡Los patitos! -dijo don Galo por toda respuesta, sacando el número veinte y dos.

-Don Galo, usted habla en cifra, favorece a sus adeptos, y ha jurado mi ruina. Protesto.

-¿No esperabais mi llegada, Constancia? -le preguntaba entre tanto el Marqués-. ¿No os previno vuestra tía? ¿No os ha hablado vuestra madre de mis esperanzas?

-Sí -respondió esta sin apartar la vista de su juego-, así como deberían haberos dicho a vos que no eran las mismas las mías.

-¡Qué obsequioso está el madrileño con Constancia! -dijo una de las muchachas a otra, a media voz-. Tiene imán; mira tú cuánto más bonita es Clemencia, y cuánto más graciosa Alegría, y ella que es tan huraña, tan desabrida...

-Pues ahí veras -contestó la otra-. Las mujeres son como el sol, que en días revueltos pica más entre las nubes.

-¡La patrulla! -sonó la inalterable voz de don Galo-, sacando el cinco.

-¡Qué de números hay en ese saco! -dijo un oficial-: esto es un fuego graneado.

-Don Galo hace a las calladas con esas bolas el milagro de pan y peces -repuso su vecina.

-Sus obsequios a las damas y sus números son sin número -añadió Paco Guzmán.

-¡El jorobado! -cantó don Galo sacando el dos.

-Desde media hora tengo un cuaterno -dijo Alegría-, y no acaba de salir el número quinto. Lo hace a propósito ese traidor de don Galo, para que saque Clemencia la lotería; siempre sucede así.

-¿Y no os contentáis con cuatro? -preguntó a media voz Paco Guzmán.

-¿De qué me sirven los cuatro, si no me hacen lotería? -respondió la interrogada con descoco.

-Por cierto -decía Valdemar a Constancia-, que es extraño, y aun muy cruel, que me hayan dejado una ilusión que tan pronto debía desvanecerse.

-Mi madre esperó convencerme.

-¿Puedo yo esperarlo también, Constancia?

-No, que yo no engaño nunca.

-Constancia -dijo el Marqués-, me retiro, me interesáis, y os respeto demasiado para importunaros. Desisto, Constancia, de mis más gratos deseos, con tanto más pesar, cuanto que vuestro franco y leal proceder, si bien me hiere dolorosamente, me llena de aprecio hacia vos.

-¡La horca de los catalanes! -pregonó la voz incansable de don Galo, sacando el once.

-Señor -exclamó Paco Guzmán-, ya no hay horcas por el mundo: poned vuestros signos cabalísticos al nivel de los adelantos de la civilización.

-¡El escardillo! -sonó como el toque de un reloj la voz de don Galo sacando el siete.

-Don Galo, aguarde usted.

-¡El que tuerce! -prosiguió impávido el presidente sacando el catorce.

-Ese sois vos.

-¡Las sanguijuelas! -prosiguió don Galo sacando el cincuenta y cinco.

-Pando, conspiráis.

-¡Los canónigos! -cantó este sacando el diez.

-Don Galo, sois el inexorable destino.

-¡La edad de Cristo!

-Don Galo, abusáis de la presidencia.

-¡Los escapularios! -dijo don Galo sacando el cuarenta y cuatro.

-¡Lotería! -exclamó con júbilo Clemencia-, levantando su radiante semblante, que hasta entonces había tenido inclinado sobre sus cartones.

Al ver aquella cara tan extraordinariamente linda, el marqués de Valdemar quedó admirado.

-¿Quién es esa joven? -preguntó a su vecina.

-Es una huerfanita, sobrina de la Marquesa, que la ha recogido.

-Es una divinidad -exclamó el Marqués.

-Sí, no es fea; es una infeliz, que ahí te puse, ahí te estés; una palomita sin hiel, una leguita de convento -repuso su vecina.

La partida se había vuelto a reorganizar; la cara de Clemencia había desaparecido como una celeste visión, y la voz de don Galo se hizo oír, diciendo al sacar el número cuarenta:

-¡La calavera!

-Ya salieron los números disfrazados como números de Carnaval -exclamó Paco Guzmán-. Don Galo de mis pecados, ¿qué número es al que habéis dado el seudónimo de calavera?

-Al cuarenta, hijo mío.

-¿Pues no fuera mejor que lo aplicaseis al veinte?

-Si así lo reclamáis como representante del veinte, Paco, hijo mío, se atenderá a tan justa reclamación -contestó don Galo con la más chusca y satisfecha sonrisa-. Entre tanto, hagamos la novena -añadió sacando el número nueve.

-¿A quién?

-A San Vicentico -respondió don Galo sacando el veinte y cinco.

-¿Habéis aprendido vuestra numeración del sabio Confucio?, don Galo.

-¡El único! -repuso éste sacando el uno.

-¡El único! -repitió Constancia cubriendo el uno en su cartón, y lanzando toda su alma en una furtiva mirada al desesperado Bruno, que por dos veces durante su diálogo con el Marqués había hecho un movimiento para levantarse de su asiento y alejarse, y dos veces se había hecho dueño de este primer impulso, quedándose en el potro de tormento donde bebía gota a gota el cáliz de la amargura.

Es lo referido en este capítulo un bosquejo exacto de la vida social, tal cual la hemos hecho; esto es, una fusión de juegos y risas frívolas que se ostentan, y de pasiones y dolores profundos que se ocultan.

 

 
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