https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Clemencia" de Fernán Caballero (página 20) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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El interés que Clemencia había demostrado a Pablo y el calor con que ensalzó su acción, despertaron en don Martín un pensamiento, que él mismo extrañó no haber tenido antes, y era el unir a su hija y a su sobrino.

Pensó que Pablo, a quien en el fondo quería y apreciaba, Pablo que era un Guevara, que era un gran inteligente en cosas de campo, que tenía buen carácter y excelentes costumbres, Pablo, que iba a ser su heredero, era el hombre indicado y más a propósito para hacer una buena suerte a su malva-rosa; consideró también que era tiempo de pensar en poner esto por obra, en vista de que si su hermano el Abad y él llegaban a faltar, quedaría su hija sola y desamparada en los más bellos años de su vida. Lo que más le halagaba en todo este plan que trazó, fue que Clemencia no se separaría de él; esta razón en que entraba su egoísmo, pesaba cien arrobas.

Don Martín era pronto en sus resoluciones y expeditivo en su ejecución. Así sucedió, que a los dos días, habiendo salido su mujer por haberle avisado su prima la monja que tenía locutorio, dijo don Martín a Clemencia:

-Ven acá, malva-rosita, apropíncuate, que tengo que decirte. Ha más de seis años que murió tu marido. ¿No es así?

- Sí señor -contestó Clemencia-, a quien este recuerdo impresionó triste y amargamente.

-Cuentas más de veinte y dos años, y es preciso que pienses en tomar estado, pues al fin no te has de quedar viuda toda tu vida como las de tu jardín.

-Señor -contestó angustiada Clemencia-, por Dios, no penséis en eso. ¿Cómo ni dónde estaré yo mejor y más contenta que a vuestro lado y al de mi tío?

-¡Sí! el uno un pochancla y el otro una maula. ¡Buen par de potalas! ¡Buen par de tutelas! El día menos pensado cerramos el ojo, y te hallarás sola como el espárrago.

-Señor, ¿no me habéis dicho tantas veces que un alma sola, ni canta ni llora?

-Sí, pero ahora es tiempo de que cante, malva-rosita.

Clemencia quedó tristemente sobresaltada; nunca se le había presentado la idea de la falta de sus Padres y de su tío. Los jóvenes, por fortuna, nunca piensan en la muerte de los viejos cuando los aman: así fue que calló, pues no se le ocurría qué contestar. Don Martín prosiguió:

-Quiero yo tener el gusto, cuando me muera, de dejarte amparada por un hombre de mi satisfacción, y ninguno hallo que para ello más a propósito sea que Pablo, cuyas circunstancias todas son a pedir de boca, a lo que se une la conveniencia de que no nos separaremos y seguiremos viviendo juntos. ¿Qué dices a eso, malva-rosita?

Clemencia, aturdida y consternada, callaba.

Don Martín no alcanzaba que las continuas burlas que hacía de Pablo, si bien podrían no haber impresionado juicios superiores, y por lo tanto independientes, como lo era el de su hermano el Abad, debían por precisión haber influido desfavorablemente en un juicio dócil y juvenil como el de Clemencia.

-¿No te entra por el ojo el gachón? -preguntó sonriendo su interlocutor-: ya se ve, mi hijo era mejor mozo; pero éste te ha de dar mejor vida. Desengáñate, Pablo es un hombre como son los hombres, un hombre honrado, y quien dijo honrado, dijo caballero. Sabes que dice el Abad que para ti es un oráculo, que es Pablo una prenda: ¿qué le hace que no sepa estirarse los picos de la tirilla, hacer el rendibú a la francesa, que no se ponga potingues en la cabeza, ni se eche perfumerías en los pañuelos como los mirlifiques de la ciudad, hato de monos que más miran en el espejo su repulida persona, que a las buenas hembras; chisgarabises, que todos quieren ir a mangonear a las Cortes, ¡por vía de sanes! sin tener donde caerse muertos, ni saber donde tienen las narices. ¿Acaso crees tú, chiquilla, que aquellos arrapiezos, pollos piones, harían mejores maridos que Pablo?

-No, señor; padre, nunca he opinado eso -repuso Clemencia-, porque nunca he pensado en novios ni casamiento.

-Niña, eso no es razón, pues la mujer necesita sombra; cuando te falte la mía, quiero dejarte un árbol que te la dé buena. Sépaste que la mujer sola es como hoja sin tronco; el hombre solo es como árbol sin hoja. Si bien a Pablo le falta mucho para ser un real mozo, a bien, malva-rosita, que te casaremos a la oración, y que de noche todos los gatos son pardos.

Clemencia, que vio que su suegro se iba a explayar en un terreno en que su elocuencia era clara como el agua y verde como el apio, se apresuró a interrumpirlo diciéndole riendo:

-Padre, casamiento y mortaja, del cielo baja: ¿por qué os ha dado hoy por pensar en el porvenir que no apremia? Tiempo hay para pensar en eso.

-Pues qué, ¿acaso quieres, niña, que sea tu casamiento como el del tío Porra, que duró treinta años y no llegó la hora?

-¿No me habéis dicho siempre: Antes que te cases mira lo que haces? ¿Por qué de repente queréis que me case? ¿Por qué os habéis metido hoy de repente a casamentero?

-¡Tómate esa y vuelve por otra! -exclamó don Martín-. ¿Por qué? Porque soy tu padre, tío de aquel, dueño de mi caudal, y quiero saber en qué manos lo dejo; que deseo sean precisamente las vuestras. Te hablo de casamiento por mirar por tu conveniencia, y porque ese casamiento es vuestro bienestar mutuo; lo digo porque lo deseo, y porque no te has de pasar toda tu vida sola como el espárrago.

La pobre Clemencia estaba llena de angustia; sentía un excesivo alejamiento por el enlace que le proponían; pero echándose en cara ese inmotivado sentimiento de desvío como un capricho poco cuerdo, como una indocilidad sin disculpa, contestó la suave joven:

-Cuanto me pidáis haré a ojos cerrados.

-No a ojos cerrados, hija, no; que quiero que los abras como soles para ver todas las ventajas de esta boda, y que te convenzas que maridos como Pablo no se hallan así como así. El corazón de un rey, la sangre de un príncipe, el caudal de un duque, e ainda mais, la cabeza repulida como un guante, que así se la ha puesto mi hermano; ¿qué más quieres, malva-rosita? ¿Acaso otro verso suelto como mi hijo?

-No quiero más que daros gusto, padre -contestó Clemencia.

-Mi gusto es lo que te conviene, gachona: así queriendo mi gusto, quieres tu bienestar.

Fuese Clemencia poco después a su cuarto, donde se puso a llorar amargamente entre sus flores y sus pájaros. Pensó en confiarse a su tío, pero se detuvo considerando que aquel excelente hombre querría impedir un enlace que ella repugnaba, y que eso disgustaría a su padre.

Don Martín estuvo tan campechano y dichero como siempre durante la comida, en la que apareció Clemencia pálida y con los ojos caídos de haber llorado; pero nadie lo notó, excepto Pablo, que se decía dejando intactos los platos que le servían:

-¡Ella llorar! ¿qué tendrá? Dios mío, ¿la habrán afligido?

No se atrevió a preguntárselo, ni Clemencia advirtió que Pablo hubiese notado su mutación, pues abstraída, ni una vez fijó en él su vista.

Todo esto pasó por alto a don Martín. Los egoístas son malos observadores. Don Martín, además de tener esta circunstancia, era de la falange de los que se obstinan en que al son de su música se baile. Cuando estaba de mal talante, cosa que muy rara vez sucedía, y nunca sin causa (en vista de una preciosa calidad peculiar a los españoles, la que no se celebra como merece, ni se le da el valor que tiene, y que es la igualdad de humor, la paridad del temple de cada día); cuando estaba, decíamos, este señor de mal talante, pegaba sendos bufidos a troche y moche, y hostilizaba la risa; por el contrario, cuando estaba de humor risueño, o de chacota, como él decía, habían todos de estar alegres y reírse, aunque se le hubiese muerto a alguno su padre el día anterior.

-Pablo, dijo, quiéreme parecer que estás desganado, hombre.

-Sí, señor -contestó éste; y para satisfacer de una vez la curiosidad de su tío, añadió-: es porque tomé un tostón en la hacienda.

-¿Un tostón tomaste? Vaya por los muchos que me das a mi. ¿Quién está allí de molinero?

-Francisco Pérez, señor.

-¿No te dije que no lo admitieses? ¿Por qué lo tomaste ?

-Porque era injusto no hacerlo.

-No me gusta que si me enmiende la plana, y te he advertido que a ése no le ha de entrar la manía por escrúpulos.

-Señor, Francisco Pérez es honrado, y respondo de él: además sabéis que recibe y entrega por cuenta la maquila.

-Sí, si, fíate y no corras; de lo contado come el lobo y anda gordo; además, no quiero gentes de Villamartín.

-¿Por qué, señor?

-Porque son todos unos zoquetes, unos cuacos.

-Esa es una preocupación vulgar, señor.

-¡Mira qué Palabras tan relamidas! Tus letradurías me huelen a discurso o arenga; se te va poniendo la boca tan repulida, que estoy para mí, que dentro de nada vas a fumar caramelos en lugar de tabaco. ¡Pues qué! ¿no sabes lo que les pasé a los de Villamartín en una ocasión en que dispusieron unas corridas de toros de respeto, como Dios manda, con sus picadores, sus espadas y su cuadrilla de banderilleros? Lo malo fue que no tenían más que un caballo que era una sardina. Mal que bien, pasé la primera función; pero a la otra tarde se arremoliné la gente, se amotinó pidiendo a voces otro jaco, que no querían que montasen los picadores en el esqueleto de la tarde anterior. ¿Qué hace el encargado? Anuncia que saldrá un buen caballo tordo; y al jaco, que era negro, cogió un cubo de cal y lo encaló, con lo cual todos quedaron tan contentos y satistechos, y los chalanes dijeron que el caballo tordo valía sus veinte doblones más que el negro. Juana -prosiguió sin pasarse don Martín-, dile a la guisandera que esos conejos dan en la nariz, que es mal camino para la boca. Estos descuidos son porque tiene un novio, dile que lo sé, y que a dos amos no se puede servir a un tiempo; que asna con pollino no va derecha al molino; hazle saber que se deje de devaneos y laberintos, o se vaya con la música y el almirez a otra parte. Pablo, hijo, no comes: ¿te duele la herida?

-¡Qué! no señor, ¿quién se acuerda de la herida?

-Yo para sentir habértela hecho. ¡Maldecida vieja! Con esa lengua de hacha ¿no se ha puesto a decir que yo era don Pedro el Cruel, que la había querido matar después de llenarla de indultos, según su expresión?

-No digas lo que quieras y no oirás lo que no quieras, Martín -dijo doña Brígida-; pues muchas cosas se siembran y se suelen perder; pero el pegujal de la lengua no se pierde nunca. Si no gastaras razones con esas atrevidas, no tendrías que incomodarte con sus insolencias.

-No señora. ¿Yo callar? eso no; yo tengo la lengua para escoba de mi corazón, sobre el que nada quiero: así ha sido desde que nací, y hasta que me muera ha de ser así. El otro día me la encontré con la tía Machuca y la tía Carrasca.

-Las tres Marías -exclamó riendo Clemencia-, pues las tres llevan ese nombre.

-Sí, las tres Marías -repuso don Martín-; María Satanás, María Barrabás y María de todos los diablos. Pues ¿querrán ustedes creer que me vino a pedir la baratera esa? Pero no tuve más que mirarla, y ¡qué ojos no la echaría yo, cuando la monfí esa se zurró y se mudó un poquillo! Le tengo odio y mala voluntad a la Latrana, a la Machaca y a la Tarasca, que son tres personas distintas y una sola indinidá.

-Hermano -dijo el Abad-, dice Chateaubriand que el odio que tenemos a los demás nos es más perjudicial a nosotros mismos que a ellos.

-Por demás lo sé -repuso Don Martín-, sin que tenga que enseñármelo un gabacho: así es que había de dar veinte pesos porque la tía Sátira esa me aborreciese a mi, y otros veinte daría porque ella me hiciese gracia a mí. Tú, hermano, que ruegas todos los días por la extirpación de las herejías, porque son tus enemigas, déjame a mí rogar por la extirpación de las viejas zafias, que son las mías.

-Martín, no hables tanto en contra de las viejas, que yo lo soy -dijo pausadamente doña Brígida.

-Señora -contestó don Martín-, para mí es usted hoy tan real moza como lo era el día en que me casé.

-Pues para mí eres un anciano, Martín -repuso su mujer-, y como éstos me agradan, has acertado en envejecer.

-Pues, señora, así todo está bien y al gusto del monarca; y yo mozo o viejo, siempre dispuesto a hacer lo que me mandéis -contestó el galante marido.

-Pablo, hombre, ni bebes ni comes: no parece sino que te han dado garrote. ¡Mire usted eso, que digiere tantos libracos, y no puede digerir un tostón! Cada vez que recuerdo aquel comer infinito tuyo... Pues eras hondito para engullir, tanto, que solía decirte yo: coma usted, señor Vicente; pero cuidado que no reviente. Y ver que ahora no te comes en una semana lo que entonces te comías de una sentada...

-Martín -dijo doña Brígida-; cuando tanto comía Pablo, era en las temporadas que nos venía a ver; de esto hay diez años; entonces estaba creciendo; y es sabido que cuando crecen, comen mucho los muchachos.

-Y cate usted ahí por lo que creció como la yerba, que crece de noche y de día -dijo don Martín.

-Ello es que en todo te has de meter, Martín; hasta en si comen más o menos las personas sentadas a tu mesa.

-Señora, es porque la boca española no se puede abrir sola, y no me gusta comer con gentes que tengan enginas; no me sabe la comida con tanto desganado. Más a gusto comía yo cuando Pablo se ponía a engullir, que era menester silbarle para que parase. Entonces también dormía el sueño de san Juan, que duró tres días, y más profundo que una sima, de manera que eran menester los clarines de la ciudad para despertarlo: ahora trasnocha con los libracos, ¡por vía del atún salado! Si fuera siquiera por una buena moza..

-Señor -dijo Clemencia interrumpiendo a su suegro-, ¿con que creéis de veras que el leer sea antiestomacal?

-Por supuesto, Mari Sabidilla -respondió don Martín-; lo que es a ti, te voy comprar un birrete de doctora como el de santa Teresa, con el que estarás más bonita que lo que está aquélla en el altar. Siempre he dicho yo que los encuadernados roban el calor al estómago. Pues mira, Pablo, ¿a que con tanto quemarte las pestañas sobre los que visten de pergamino, no sabes una cosa que te tenía más cuenta saber, que no lo que enseña el estudio de lo fino?

-¿Y qué cosa es ésa, señor? -preguntó Pablo.

-Lo que aprovecha más a la tierra que bendición de obispo.

-Será la de Dios.

-Calla, hombre, que lo que se platica es de tejas abajo.

-No caigo, tío.

-¿No lo dije? Maldita la cosa que sirve el atragantarse de latines, ni hincharse de términos curruscantes.

-Hermano -dijo el Abad-, esta pregunta tuya me recuerda por su analogía el lance acaecido a un quinto valenciano que habiendo llegado a una ciudad, entró en la primera tienda bien alumbrada que se le presentó, que acertó a ser una botica. -¿Qué se vende aquí? -preguntó. -De todo -contestó el boticario. -Pues sáqueme usted unas alpargatas -dijo el quinto.

-¡A ver! ¡a ver! -exclamó riéndose don Martín-, ¡a ver el señor Abad, como se nos viene con un chascarrillo! Vaya, me alegro, hermano, de que la sangre andaluza no se te haya latinizado en las venas. Lo que natus es, negar no potes; que yo tengo para una ocasión un latinajo en conserva.

Pablo y el Abad se echaron a reír.

-¿Qué?, ¿no está bien dicho? -preguntó don Martín-; pues yo así lo he oído decir; desde entonces acá habrán sacado latines más pulidos, no me opongo; pero hágote saber, hermano, que a Pablo le tiene más cuenta y le vienen mejor las alpargatas del quinto, que no los potingues del boticario. Así ten entendido, Pablo, y no lo eches en saco roto, que para la tierra, lo que vale más que bendición de obispo, es majada de oveja. Hermano, esto es un decir, un ponderar; no vayas a tomarte a censo lo que digo, ni por donde quema.

-Ya sé, ya sé, Martín -respondió el Abad-, ¿acaso piensas que me iré yo a escandalizar por las cosas que no llevan malicia? Eso queda bueno para los fariseos, hermano.

 

 
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