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Algunos meses después, estaban una noche sentados en la mesa del brasero Clemencia y Pablo.

El Cura y algún amigo que los habían acompañado, se habían marchado; pero estaba allí el anciano médico.

Clemencia, en quien resplandecía la felicidad, estaba ocupada en una labor de mano. Pablo leía diferentes periódicos que habían acabado de llegar.

-Aquí -dijo Pablo que tenía en la mano el Univers periódico francés-, se habla de una persona que me parece haberte oído nombrar.

-¿Quién? -preguntó Clemencia.

-El vizconde Carlos de Brian.

-Sí, mucho que sí: era un hombre de gran mérito; ¿qué dicen de él?

Pablo leyó:

-«En Nueva-Orleans ha sido muerto en un desafío por un furioso demócrata el vizconde Carlos de Brian.

Era un hombre de noble carácter y de un mérito poco común. Habiendo perdido a su único hermano por un puñal alevoso en Roma, en que hacía parte del ejército auxiliar del Papa, y visto caer a su padre en las jornadas de febrero de 1848, salió abatido y desesperado de su país a viajar; circunstancias que han quedado ocultas le determinaron a dejar a Europa y pasar a los estados de la Unión, en que ha hallado la muerte. En él se extingue una de las casas más antiguas e ilustres de Francia. Su mérito, sus virtudes y la firmeza de su carácter, hacen su pérdida doblemente dolorosa a cuantos tuvieron la dicha de conocerlo.»

-¡Pobre Vizconde! -dijo con tristeza Clemencia-.¡Qué fatalidad se encarnizó en su estirpe! Mucho me afecta su muerte.

-Vaya -añadió Pablo, que ojeaba un periódico español-, hoy es día en que salgan a relucir en los papeles nombres conocidos tuyos: aquí se habla de sir George Percy, que pienso era también uno de tus tertulianos.

-Sí por cierto -repuso Clemencia-; ¿y qué dicen de él?

Pablo leyó:

-«El quince del actual ha tomado asiento en la Cámara de los pares, su honor sir George Percy, que ha heredado el título y manto de par de su tío lord Wilfrid. Se ha estrenado con el más incisivo y amargo discurso de cuantos se han pronunciado contra los católicos. De resultas, la reina Victoria le ha condecorado con la orden de la liga; el jefe del gabinete lord John Russel le ha declarado benemérito de la patria, y en un meeting protestante se ha determinado erigirle en vida varias estatuas de diferentes tamaños, como al lord Wellington.»

-¡Pablo, Pablo!, ¡cómo improvisas! -exclamó Clemencia riendo-. ¡Con qué seriedad inventas y emites despropósitos!

-No señora, no señora, no son despropósitos -dijo el doctor-; es muy probable y muy verosímil que sea así. Después de lo que ha pasado allá, después de haber visto públicamente llevar en procesión burlesca y quemar en efigie al santo Padre y otros venerables sacerdotes, como en los bellos tiempos de la reforma, sin que el más ilustrado y tolerante de los gobiernos y el más ilimitado en la libertad de cultos, pusiese obstáculos a esas anticultas bacanales, a esas orgías anglicanas, ¿qué se podrá dudar?

-Veamos el pulso, señora -añadió poniéndose en pie para marcharse-. Siempre en caja -dijo después de pulsar a Clemencia-: señora, vuestro pulso es como vuestra alma; señor don Pablo, cuando este verano cojáis esas hermosas cosechas con que parece Dios bendecir vuestra casa, será el más bello fruto con que os favorezca, un hijo tan hermoso como su madre, tan bien constituido como su padre, y tan bueno como ambos.

 

 

 

 

 

 
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