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Aux poètes dramatiques l'action, aux romanciers l'analyse du coeur.

A los poetas dramáticos pertenece la acción, y a los novelistas el análisis del corazón.

J. A. DAVID

Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup.

Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.

ALEXIS DE VALON

Le style vient des idées et non des mots.

El estilo nace de las ideas y no de las palabras.

BALZAC

-No se canse usted, don Silvestre; cada casa es un mundo -decía una tarde del verano de 1844 la marquesa de Cortegana a su amigo y compadre don Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía paladeándola una taza de café-. Tómelo usted por arriba, tómelo usted por abajo, cada casa es un mundo, aunque usted diga que no.

-Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

-Así es usted en todo: ¡bendito Dios que lo ha criado más fresco que una lechuga! Como si no tuviese bastante con dos hijas, ¡me manda Dios esa sobrina! Una sobrina, la cosa más inútil del mundo.

-Es una perla, Marquesa.

-Sí, una perla que es para mí lo que fue la otra para el gallo. Capaz es usted de sostenerme que es una suerte, y que he ganado a la lotería.

-Yo no sostengo nada, señora.

-Pero lo da usted a entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de usted llovidos del techo media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que usted ponía.

-Señora, yo no soy rico y es claro que me apurarían.

-Ya, ¡si usted cree que con dinero se compone todo!...

-No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.

-¡Así pudiese yo endosarle a usted mi sobrina! esa que usted llama perla. ¡Vaya! Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme que hacer. ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

-¿Y por qué no la dejó usted en el convento?

-¿Con diez y seis años la había de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tía tiránica? ¡Tiene usted unas cosas!...

-En efecto, tiene usted razón: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

-¿Qué he hecho bien? ¿Eso le parece a usted? Pues no faltará a quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacían aparecer de más edad. Había quedado viuda hacía algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenía la habilidad de gastar todas, y a veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto más extraño, cuanto que la señora sin ser cicatera no era generosa, sin ser agarrada no era rumbosa, sin ser codiciosa no era espléndida, y sin ser ordenada no era tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que sin ser malévola no hacía sino contradecir, sin tener mal carácter no hacía sino regañar, y sin ser maligna era contraria a todo. Así se ven a menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijos del corazón ni del carácter, sino malas costumbres que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apurada. La Marquesa no podía vivir sin un apuro que la agitase, siendo por consiguiente la antítesis de ciertos enfermos que no pueden vivir sin una dosis de opio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarrón en la vela que cubría el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban más que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo, o la pérdida de una cosecha. Cuando no tenía un apuro que explotar, se lo forjaba; y no sólo disfrutaba ella de su creación fantástica, sino que se incomodaba cuando los demás no la reconocían como cosa cierta y real. Pertenecía pues esta señora a la falange de Jeremías que pasan su vida quejándose en un tono llorón que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud, aunque sea buena; de desgana, y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas: y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas y de que alumbra mal el reverbero; se quejan hasta de las cosas favorables, a las que siempre encuentran un pero, para servir de pábulo a sus lamentaciones.

Nacían en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fue un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se había hecho un ente personal e insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa había casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el tu autem de la familia.

Por parte de su marido no había conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña dejando a su mujer embarazada, la que poco después falleció en el parto de una niña, que recogió su tío, el difunto Marqués, que la hizo educar en un convento, a la cual ahora acababa la Marquesa de traer a su lado, como hemos visto por la conversación antecedente. También vimos que la Marquesa hizo mención de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenía diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo delgada, y de constitución nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores, a no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, o bien por la viciosa educación que le diera su madre, o bien por algún mal estar físico o moral, ello es que en sus maneras era generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría y tenía diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio tronco y aguzadas púas, las que encubrían vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pie hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas negras como el azabache daban, cuando sonreía, a sus ojos guiñados y de un gris de ceniza una dulzura infinita, y a sus miradas tal picante, que hacían decir a sus apasionados que tenía alfileres en los ojos. No obstante, la expresión de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazón ahogado en egoísmo. Calificábala su madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy a las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo; hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y más común en España, la ausencia de pretensiones. Hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas, ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar a la española el aparecer otra de lo que es, desaparezca dentro de poco con la saya y la mantilla, a fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectación un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto a Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que a los diez y seis años salía del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas a las que, como al mes de mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todos sus encantos.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubría toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenían un señorío tan dulce y grave que parecían haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenía sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazón, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir a sus favoritos, esto es, a los niños, a los pobres y a los sanos de corazón: resplandecía esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraía por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvía, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decisión toda comunicación e intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva a empresa, excita fuertemente.

Alegría tenía la seducción de la gracia, la incitación de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, el aturdido desgaire de la niña alternando con el indispensable despotismo mujeril, el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.

Clemencia en cambio sólo tenía el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, e inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hacia los niños.

En cuanto a don Silvestre Sarmiento, tenía este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro, con iguales circunstancias, y en su rostro una colección de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osma, que desde cuarenta años le pasaba una módica pensión que sufragaba ampliamente sus modestas necesidades, y le había hecho la personificación del dulcísimo farniente. Nunca se le había conocido inclinación marcada alguna; ni a las bellas, ni a los caballos, ni a la caza, ni a la pesca, ni al juego, ni a los libros, ni a la chismografía, ni a la política, ni a la homeopatía, ni a la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni a la lotería, ni aun a... los toros. Sólo a dos cosas se le conocía afección y desafección decidida: la primera era a tomar el sol, la segunda a los caminos de hierro.

Basta ya de este buen señor, que en nuestra relación como en todas partes, no hará más papel que el de comparsa.

-Vamos -dijo la Marquesa-, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza usted de ello. En la mía es hoy día aciago. ¿Quiere usted creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va a París? ¡A París, ese foco de corrupción!

-Como está eso de moda -repuso don Silvestre.

-¡Vaya una razón de pie de banco! Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará usted también que lo tome mi hijo.

-Marquesa, yo no he aprobado nada.

-Pues agregue usted a esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar a la brigada de montaña.

-Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.

-¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa usted. Pues agregue usted a esto, que a Juan, ese necio e ingrato criado, después de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

-Pero, señora, todo el mundo se casa.

-¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que usted me contradiga? ¿Conque le parece a usted acertado y muy en el orden que ese ingrato estúpido me deje a mí, después de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

-Señora, el amor...

-¡Mire usted quién habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor -prosiguió cada vez más apurada la Marquesa-, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesús! ¡Dios mío, qué desgracia!

-¿Cuál, señora? -preguntó don Silvestre.

-Figúrese usted que un gallego, venido de los quintos infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazón alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dio el muy salvaje un golpe al Mercurio y le ha quebrado un ala del pie.

-Y con ella una del corazón de mi madre -observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de su madre.

-Más quisiera -prosiguió la Marquesa, sin atender a lo que decía su hija-, que me hubiese el tal caribe roto a mí un brazo.

-¡Jesús, Marquesa! ¡Tales cosas! -dijo pausadamente don Silvestre.

-¡Tan hermoso como era mi Mercurio! -prosiguió en voz lastimera

su dueña-. ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Sólo a mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mío!

-Cómo que no podrá volar -observó Alegría.

La Marquesa tenía efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro, más pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

-Eufrasia -le gritó la Marquesa apenas la vio-, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala a mi Mercurio?

-Madre -dijo Alegría-, dígale usted al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala a guisa de espuela.

-Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase a ti las tuyas -repuso la Marquesa contemplando a su amiga que permanecía en ademán meditabundo.

-¿Nada discurres, Eufrasia? -le preguntó al fin tristemente.

-Mira -contestó ésta en campanuda voz de bajo-, conozco a un lañador tuerto, muy hábil. Si éste no te lo compone, no lo compone nadie.

-Soy de parecer -dijo Alegría-, que en lugar de al lañador, llame usted al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los pies.

-Pero, mujer -observó la Marquesa sin atender a su hija-, se le conocerán las lañas.

-Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar -observó Alegría.

-¡Las perlas! ¡Las perlitas! -dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose a don Silvestre-. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te da vela para este entierro.

-¿Para el entierro del ala de Mercurio? -preguntó Alegría.

Entretanto decía en consoladoras palabras doña Eufrasia a su amiga:

-Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pie: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradicción; me han parecido siempre espolones de gallo.

-Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por ti; mejor va a quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso, más acertado me parece tu discurso.

-Por supuesto -añadió Alegría- No sé cómo usted, que le gustan las cosas con pie de plomo, le consentía a su querido Mercurio pies alados.

Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.

Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas y chincoles y poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenía; alzaba la cabeza, dirigiendo una mirada al viejo inmóvil, y emprendía de nuevo la tarea con mayores bríos.

Por fin éste se levantó y, como dando por terminada la cacería, púsose el fusil al hombro y echó a andar con actitud indiferente por los sitios más áridos y descubiertos. Mas la estratagema no surtía efecto. El dogo lo seguía con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.

Por fin estaba libre, y restregándose los ojos, como quién despierta de una pesadilla, vio desaparecer jubiloso al maldito animal. Aún era tiempo de recuperar lo perdido, y esforzándose en vencer el cansancio y la fatiga, recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debían haber buscado un refugio en la espesura. No se engañaba; por todas partes se veían numerosos rastros. Púsose a la obra con afán, escudriñando los troncos carcomidos y registrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquiles sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creía oír a cada instante entre la maleza. Sin duda sería una raposa interrumpida en su siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto y cauteloso.

Su constancia se vio en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detrás de un tronco. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor y el desaliento más profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha y una honda congoja sobrecogió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero y formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada!

Resignado recogió el fusil y, mientras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesa lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas y pasando a través del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel.

Todo a su alrededor era salvaje y agreste. Caliginosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenía en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vegetación lánguida y escasa del que se exhalaba un hálito de fuego. Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiendo de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo y la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazón y a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamás su pulso había sido tan firme ni su ojo tan certero...!

Un estrepitoso aullido contestó a la detonación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas y un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo experimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del amo enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales; iba con una prisa endemoniada: incrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlomagno y diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corso que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso y encorvado como nunca, arrastrando sus pesados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento.

 
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