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Como hemos dicho ya que los apuros en la Marquesa eran como las dignidades eclesiásticas en las procesiones, esto es, que las menores pasaban antes que las mayores, había esta señora omitido en la enumeración de apuros que confió a su amigo don Silvestre, el mayor de ellos, del cual es preciso poner al corriente al lector, para la claridad de este relato.

Su hermana, que era madrina de Constancia, le había escrito acerca de un asunto que traía entre manos. Era este el casamiento de su sobrina y ahijada, que había contratado con el hijo de un grande de España, íntimo amigo suyo, asegurándole su herencia entera en los contratos. Este enlace le había seducido tanto más, cuanto que el novio, que llevaba el título de marqués de Valdemar, era un joven de mucho mérito, de muy buena presencia y de unos modales tanto más finos y simpáticos cuanto que distando igualmente de la arrogancia pretenciosa que del tono desdeñoso (es decir, no teniendo el afán de copiar a los franceses ni a los ingleses), eran españoles netos. Este bello tipo, lo decimos con dolor, se va haciendo raro, pues los más frecuentes, y sobre todo los que más se ponen en evidencia, son los que afectan un extranjerismo chocante, o un españolismo grotesco y chocarrero.

La Marquesa había hablado sobre este asunto a Constancia, y con asombro suyo la había hallado muy mal dispuesta para este ventajoso y brillante enlace. Esta rareza sobrepujaba a todas las de su hija Constancia, y era una de las causas de su profunda indignación contra la denominación de perlas, que daba muy gratuitamente don Silvestre a las niñas.

Verdaderamente no sabía la pobre señora qué hacer al ver que a pesar de sus reflexiones, consejos, súplicas y anatemas, estaba su hija cada día más firme y decidida en su negativa, no atreviéndose a escribírselo a su hermana por temor de incomodarla, sabiendo que era poco amiga de contradicciones, y temiendo que viéndose desatendida desheredase a su ahijada.

La Marquesa, que no tenía nada de lince, no buscaba ni veía más causa a la negativa de su hija que sus rarezas y la gran indocilidad de su carácter; pero en realidad existía otra.

Dos años antes había venido destinado a Sevilla un joven artillero, pariente de la casa, llamado Bruno de Vargas. Era éste un joven grave por carácter, y metido en sí por tempranas desgracias de familia. Cuando llegó tenía veinte y tres años, y Constancia diez y siete, y desde entonces se amaron.

Como en el carácter de ambos había la fuerza, la energía y la pasión de una edad menos tierna, resultó arraigarse en sus corazones ese amor español firme y profundo, menos efervescente quizás que los no meridionales, pero que no cambia, no desmaya, no se distrae; tan arraigado, que llega a tener el arrastre de una dulce costumbre, tan entero y exclusivo, que basta para llenar una existencia, así como un solo corazón basta para llenar un pecho.

La absoluta imposibilidad que existía en el enlace del joven subalterno y la hija de la marquesa de Cortegana, les había llevado a ocultar profundamente sus amores, por no verlos combatidos. Contaban con el tiempo, que tanto hace y deshace para allanar dificultades; con su constancia para vencerlas, y con la esperanza, para vivir entre tanto tranquilos y contentos. La esperanza no siempre tiene palabra de Rey, pero sí tiene siempre consuelos de madre.

Asistía Bruno de Vargas como uno de tantos a la tertulia de la Marquesa, sin que nunca hubiese mediado entre ellos más coloquio que éste:

-Tía, a los pies de usted.

-Adiós, Bruno; me alegro de verte.

En cuanto a Alegría, la risueña niña no había fijado aún su corazón, que guardaba como un sultán su pañuelo, dudando aún a quién favorecería con él. Entretanto recibía incienso como tributo debido, sin que éste ofuscase su vida ni le impidiese distinguir y calificar las manos que se lo ofrecían.

Aunque nada le había dicho su madre sobre el proyectado enlace de su hermana, como esta señora no sabía disimular, y menos que nada

su mal humor, lo había comprendido todo al notar las conferencias secretas de ambas, y oír en seguida a su madre hacer a todos un brillante elogio del recomendado de su hermana, el marqués de Valdemar, que había de llegar en breve, y echar a renglón seguido las más furibundas indirectas a Constancia, anatematizando a las niñas caprichosas, rebeldes y voluntariosas, raras y díscolas, que no atendían a los consejos de sus madres, y solían hacer en su Juventud disparates que les pesaban después toda su vida.

-¡Buena tonta es mi hermana -pensaba Alegría-, de perder semejante suerte! y ¡eso por ese cena a oscuras de Bruno, que es por cierto un novio a pedir de boca! Bien dice el refrán, que no es la fortuna para quien la busca, sino para aquél a quien se viene a las manos.

Cuando Clemencia vino a casa de su tía, como su belleza era tan notable, tuvo una brillante acogida. Una voz general se levantó para celebrarla; por ocho días no se habló en Sevilla sino de la hermosura y candor de la monjita de Cortegana; en fin, fue uno de esos gritos unánimes y espontáneos de admiración que arranca la verdad casi por sorpresa a un mundo, para el que la alabanza es como la limosna del avaro, escasa y dada de mala gana.

En cambio, la acogida que recibió en casa de su tía fue poco cordial. Pero en la primera edad, si no está la naturaleza viciada, hay tan pocas pretensiones, y el alegre y bondoso carácter de la inocente niña era tan opuesto a ser exigente, que lejos de notar esta falta de cordialidad, no hubo en su corazón sino gratitud y contento.

Poco a poco y como se filtra una gota de agua por un ladrillo, fue como cayeron a manera de gotas de hiel en el corazón de Clemencia, las muestras de indiferencia, de desvío y hasta de desdén que fue recibiendo.

Singular es la influencia que ejerce en nuestro sentir la luz en que se ponen las cosas y las personas; singular es, repetimos, la independencia de ideas, que pasa en el trato casi a contradicción con las ajenas, y la subordinación de impresiones, que llega casi hasta el propio anonadamiento.

Hemos observado bastante el mundo, y siempre hemos visto esta poderosa influencia, aun en el seno de las familias; y añadiremos que es esto a tal punto cierto y general, que sólo la fuerza de la reflexión y el poder del convencimiento al ver la injusticia saltar a los ojos, nos han impedido a veces, ya en bien, ya en mal, ceder a este irresistible impulso, a este general contagio.

Así fue que a pesar del entusiasmo con que fue acogida aquella encantadora aparición, aquella sonriente rosa, aquella azucena que abría su puro cáliz y despedía sus fragancias sin saber ni el cómo ni el porqué, esta radiante imagen pasó a segundo término, se deslustró, se empañó cual si sobre ella se hubiese corrido un velo. Bastó que Constancia murmurase con aspereza: «¡Cosas de Clemencia!», bastó que alguna infantil sencillez, hija de su falta de trato, escapase de sus inocentes labios y llamase sobre los de Alegría una sonrisa burlona; bastó que su tía le dijese alguna vez con impaciencia: «Calla, hija, por Dios, calla», para dar ese impulso de baja que la sociedad se apresuró a seguir, repitiendo cuando se hablaba de ella: ¿Clemencia? sí, bonita es; es una infeliz, ni pincha ni corta.

¡Cuán verdad es que sólo somos en la sociedad lo que nos quieren hacer!

La pobre niña, humillada y rechazada, lloró y dudó de sí: ¡triste privilegio de las almas superiores! No trató de combatir, sino que por un impulso de bondad y un instinto de dignidad se apresuró a colocarse de motu propio en el lugar en que conoció que querían colocarla, para evitar que la empujasen a él. Todos los lugares eran buenos para la modesta niña, siempre que en ellos no alcanzasen a herirla.

¡Cuántas veces en -el mundo se ve un brillante, inapreciado por la injusticia y la malevolencia, entre tanto que se engarza en oro y se ostenta un mal pedazo de vidrio! ¡Cuántas violetas florecen y mueren a la sombra!

¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía y al venenoso tiro de la envidia!

Clemencia se convenció de que aquel primer entusiasmo que había inspirado, había sido una benévola bienvenida en obsequio a su tía, y que cada cosa había vuelto a su lugar.

Si hay algo que enternezca profundamente, es el ver sufrir injusticias, no con resignación y paciencia, sino sin graduarlas de tales; es el ver la humildad que ignora su mérito, y la bondad que quita a los abrojos sus espinas, esto es, a los procederes hostiles sus malas causas.

Si alguna vez un desabrimiento o una dureza la hacían llorar, bastaba una palabra o una mirada benévola para consolarla, secar sus lágrimas y traer la sonrisa a sus labios. Esto lo hallaba a veces en su tía, que a pesar de su displicente carácter, era en el fondo bondadosa, y al ver llorar a su sobrina, el día que estaba de mal humor se impacientaba; pero el día que lo estaba de bueno, le daba lástima, y entonces le dirigía la palabra con agrado, o la obsequiaba con algún regalito, lo que hacía rebosar de gratitud el corazón de aquella niña, porque la gratitud en los corazones sanos y generosos es como el saltadero de agua, que sólo necesita una rendija para brotar puro y vivaz.

Pocos días después de la escena que dejamos referida en el primer capítulo, estaba un día a la prima noche la Marquesa más apurada y displicente que nunca. Ya había echado varios trepes a las niñas, guardando Constancia un frío y obstinado silencio, contestando Alegría con atrevida falta de respeto, y vertiendo lágrimas Clemencia, cuando entró con paso firme su gigantesca amiga doña Eufrasia, que todas las noches iba allá a tomar el chocolate y a hacerle la partida de tresillo.

-¿Ya estás hipando, mujer? -dijo al entrar, en tono de reconvención-. ¿Qué tenemos ahora?

-¡Qué he de tener! Un hijo loco, derrochador, que me espeta hoy una letra de París de treinta mil reales.

-Tú tienes la culpa: ¿por qué le pagas las trampas? Mientras más le pagues más hará; el derrochar es como la sed de la hipocresía; mientras más se bebe, más sed se tiene.

-Tengo -prosiguió la Marquesa-, las hijas más mal criadas, indóciles y desobedientes...

-Tú tienes la culpa, pues no sabes mantener la disciplina en tu casa.

-Esa Constancia que es la más díscola, la más indómita...

-Con pan y agua se ponen más suaves que guantes las rebeldes.

-Calla, mujer: si tiene diez y nueve años -observó la Marquesa.

-Pan y agua son manjares de todas edades -repuso la fiera militara.

-Tengo -prosiguió la Marquesa-, a esa Alegría, que no piensa mas que en divertirse: todo el día me ha estado moliendo para que la llevase a paseo. ¡Para paseos estaba yo!

-No accedas, bien hecho: las niñas recogidas; que el buen paño en el arca se vende.

-El buen paño en el arca se pica -replicó con aire desvergonzado Alegría.

-Calla, cuelli-sacada -le dijo su madre-, ¡Ay, Eufrasia! Tengo... tengo una sobrina llorona; por todo llora. ¿Me querrás decir, Clemencia, compotita de manzana, por qué estás llorando?

-Tía -repuso Clemencia enjugándose los ojos-, porque me habéis dicho que callo y no tomo cartas en vuestros altercados con mis primas, por no daros la razón; y no es por eso, sino porque pienso que no debo meterme en eso, pues mis primas se enfadarían; y también porque os aseguro, señora, que no sé qué decir.

-Pues aprende de doña Eufrasia -le dijo al paño Alegría-, que como dice la copla, bien podrá no tener nunca mucho que contar, pero sí tiene siempre mucho que decir.

-No se hace caso de las lágrimas de las niñas: ese es el modo de que no vuelvan a llorar esas Magdalenitas de mírame y no me toques.

-Y lo peor de todo es -prosiguió la Marquesa-, que Juana me se va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien lo detenga.

-Ya eso lo sabía yo -repuso doña Eufrasia-, que efectivamente sabía cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo lo perteneciente a la esfera inferior.

-¿Tú? ¿Y cómo?

-Porque la novia fue a casa de la jefa, donde sirve una hermana suya, para que se empeñara con su señora a fin de que a Juan le dieran una serenía.

-¿Y la obtuvo?

-Inmediatamente .

-A Juan, que es dormilón -dijo riéndose Alegría-, le sucederá lo que a aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormía toda la noche muy descansado en su cama, con sólo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.

-Pero no te apures, Marquesa -dijo doña Eufrasia-; yo te tengo un criado pintiparado.

-¿De veras, mujer? -exclamó la Marquesa- ¡Cuánto lo celebraría! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?

-Respondo -contestó doña Eufrasia-, bajando su voz a los -más profundos abismos de su robusta entonación.

-¿Lo conoces?

-¿Si lo conozco? Veinte años lo he tenido de asistente. Es un criado como hay pocos, y está hecho a mis mañas.

Esto de estar hecho a las mañas de doña Eufrasia, aterró a las muchachas; pero satisfizo grandemente a la Marquesa, la que no obstante siguió preguntando:

-¿Bebe?

-Agua.

-¿Es enamorado?

-No mira más cara de mujer que la de Isabel II.

-¿Es fiel?

-Como el sello.

-¿Tiene buen genio?

-Es un tórtolo.

-¿Fuma?

-En la vida de Dios.

-¿Es aseado?

-Como el oro.

-¿Y entiende?

-De todo.

-Vamos -dijo consolada la Marquesa-, esta es una suerte que Dios me depara en medio de mis aflicciones. ¡Ay Eufrasia! siempre te apareces como tabla de salvación en mis mayores apuros.

 

 
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