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Una de las tertulias que frecuentaba don Galo a prima noche, era la de la señora doña Anacleta Alcalde de la Tijera.

Era la dueña de la casa una de las mujeres que su mal instinto lleva a complacerse en hablar mal de todo el mundo, como lleva el suyo al vampiro a nutrirse de la sangre que ávidamente absorbe, sin saciar su ansia.

El que llevaba una censura, una murmuración, un chisme o una calumnia a casa de la señora de la Tijera, era recibido por ella en palmas, así como aquél que se atrevía a sacar la cara en defensa de un amigo o de la verdad, era contradicho con acritud y recibido con burla.

La noche después de los sucesos que anteceden, entró don Galo en casa de la referida señora, y se sentó al lado de su hija, que era una linda joven de quince años, ofreciéndole su corazón, a pesar que Paco Guzmán lo había calificado de don rehusado.

-Don Galo -dijo la joven con esa gran ligereza en el hablar que tienen la mayor parte de nuestras jóvenes-, ¿qué me dice usted del lance de Alegría Cortegana?

-Nada sé, hija mía -contestó don Galo.

-Podrá usted desentenderse; pero no puede humanamente negar el hecho.

-Ni afirmarlo tampoco, hija mía.

-Sois muy prudente.

-Decid más bien ignorante, Lolita.

-Usted no sabe lo que no quiere saber.

-¡Ojalá! así no sabría por mi mal, que una niña tan bella y tierna como sois, Lolita, hija mía, pueda tener un corazón tan insensible, tan cruel y tan inflexible.

-Don Galo, mientras estéis con lo sensible y lo flexible a pleito, os pronostico que no bailaréis bien la polka.

-¿Por qué no, hija mía?

-Porque lo sensible y lo flexible tiene malos resultados en las piernas, y se caerá usted como la otra noche en aquel galop de funesta memoria.

-No fue culpa mía. Bien sabéis que Paco Guzmán atravesó su bastón para hacerme perder el equilibrio. Paco siempre es el mismo, no piensa sino en travesuras, como cuando estaba estudiando; por cierto que era el más sobresaliente escolar de la universidad.

-Sólo que ahora son de marca mayor las travesuras -repuso riendo Lolita, aludiendo al lance de Alegría.

Entraron en este momento algunas personas, entre las que venía un oficial de lanceros, ayudante del coronel del regimiento.

-No se habla en todas partes -dijo éste después de haber saludado, sino del lance de la marquesa de Valdemar.

Aquí hizo el oficial una relación exagerada con escandalosos pormenores, supuestos, de lo acaecido que sabemos ya.

-No es cierto -dijo pausadamente don Galo.

-¿Es pues decir que yo invento? -preguntó el oficial, que no era de los más urbanos.

-Dios me libre de pensar en semejante cosa -repuso don Galo-; sólo quiero decir que os han inducido en error.

-Un error de que unánimemente participa toda una ciudad, es difícil dar por supuesto y más difícil de combatir.

-Si todos lo creen y repiten, como vos lo hacéis, solo por oídas, es fácil concebir el error; y cuando se tiene el convencimiento de que es falso, no es difícil combatirlo.

-Sea como sea, no reconozco el derecho que podáis tener a contradecir cosas de notoria publicidad que son del dominio de todos.

-¿Con que la calumnia, según vos, es del dominio de todos, y por lo tanto tan autorizada, que los amigos de mis que ataca no tendrán derecho a combatirla?

-Si calumnias son, que busquen las fuentes para atajarlas.

-Esas fuentes, señor mío -dijo don Galo siempre en tono moderado y atento-, son inaveriguables como las del Nilo.

-Pues entonces -repuso el oficial bruscamente-, que dejen al Nilo correr y aun inundar, pues no les será posible atajar su corriente.

Diciendo esto volvió la espalda a don Galo con poca finura.

-¡Dejaría Pando de sacar la espada por una elegantona! -dijo la señora de la Tijera-; se muere por ser abogado de malas causas.

-Siempre ha sido Alegría una de las muchas santas de vuestra devoción, don Galo -dijo Lolita.

-No digo que no; cuando soltera, habría sido yo dichoso si me hubiese correspondido.

-Si todas admitiesen vuestro corazón, tendríais que repartirlo en dosis homeopáticas, don Galo.

-Lolita, hija mía, si lo queréis, seréis reina despótica absoluta, sin cortes, senado, asamblea, ni cámaras.

-No lo quiero, don Galo -respondió Lolita-, pues no sé lo que me empalaga más, si los corazones o los merengues.

-¿Saben ustedes -dijo en recia voz don Galo al cabo de un cuarto de hora-, lo que he oído decir? Que el coronel del regimiento de lanceros acaba de tener un choque vivísimo con el capitán general, en que éste le acusa hasta de insubordinación.

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó el oficial saltando de su asiento y fijando en don Galo sus airados ojos.

-La voz pública.

-¿Y vos lo repetís sin más examen?

-Las cosas públicas son del dominio de todo el mundo, según vos mismo afirmáis, señor mío.

-Esto es dicho con sorna y con la mira de darme una lección, ¿no es eso? Pero tened entendido que entre militares y hombres de honor se pesan las palabras antes de proferirlas, y el que las dice es responsable de ellas.

Viendo al oficial tan montado, intervinieron varias personas, queriendo dar otro giro a la conversación; pero el oficial, que era violento e íntimo del coronel, no desistía, y aseguró a media voz que don Galo le daría una satisfacción.

-Muy pronto estoy a darla -dijo sin alterarse don Galo, que lo oyó; pero no como el señor lo entiende. Yo defiendo a mis amigos; pero no me bato sin motivo: además, un hombre de bien no puede defender con honor sino una buena causa, y la mía no lo sería. Mi satisfacción es ésta: lo que he dicho, lo acabo de inventar, pues nunca he oído sino elogios del bizarro y pundonoroso jefe que manda el regimiento de lanceros, y lo inventé sólo y únicamente para tener el placer de hacer patente que el señor es un verdadero y leal amigo que no otorga con su silencio, ni autoriza con no combatirla, la calumnia con que se ultraja en su presencia a un ausente amigo suyo.

¡Con cuánto placer estamparíamos aquí que un silencio conmovido siguió a estas palabras, y que el oficial se acercó a su antagonista y apretó su mano, concediéndole de esta manera un noble triunfo de sentimiento! Empero como no inventamos, y somos sencillamente pintores de la realidad, tenemos que decir que no fue así. En nuestro país más se conoce y se simpatiza con el heroísmo que con la sensibilidad bien entendida; en él se halla más elevación de alma que delicadeza de corazón, a no ser en los afectos de amor y en los religiosos.

Así sucedió, que una alegre risa fue la que acogió las palabras de don Galo, en la que fue el primero el finalmente lisonjeado oficial, celebrando todos lo ingenioso, y no sintiendo lo conmoviente del ardid de que se había valido don Galo para defender su causa.

Don Galo, que obraba por su buen instinto, y no analizaba sus bellas inspiraciones, quedó plenamente satisfecho con el pequeño triunfo de amor propio que le cupo al oír las risas y el clamor que por todas partes se levantaba, en estas y otras exclamaciones:

-Bien, bien, Pando, eso se llama un ardid de buena ley para batir a un contrario.

-La palma a don Galo, que ha desprestigiado a Hércules probando que vale más maña que fuerza.

-¡Bravo, Pablo! -exclamó un estudiante-; la sociedad de la paz os va a votar una corona de copos de lana.

-Campeón de ausentes -dijo un aprendiz de diplomático-; sois un Talleyrand virtuoso, un Pozzo di Borgo sensible, y un Metternich arcádico.

-Don Galo -dijo Lolita-, David va a romper las cuerdas de su arpa de rabiosa envidia.

-Señor de Pando -exclamó el oficial-, me tenéis vencido y agradecido, cosa de que sólo vos y las buenas mozas se han podido jactar.

Don Galo había entreabierto aún más las solapas de su chaleco, se sonreía con satisfacción y abanicaba furiosamente con un abanico de caña.

Existe una cosa extraña en nuestra sociedad, que no sabemos si atribuir a superficialidad o a injusticia, y es que rebaja en la opinión a la persona que tiene un ridículo; y sin más motivo que éste se le trata con una superioridad extravagante por aquellos mismos que tienen sobre sí vicios, maldades y hasta deshonras. Un ridículo no rebaja a nadie, sino a ojos miopes. ¿Quién de nosotros no tiene un ridículo? ¿A quién de nosotros, caso que no lo tenga, no se le pueda dar? ¿A cuál no se lo tiene, por ventura, la vejez guardado como una de sus muchas finecitas?

Si aquel pisaverde con botas de charol, con sus afectadas frases francesas; si aquella elegante, luciendo en su lánguida persona todas las exageraciones de la moda, se metiesen como la oruga en un capullo para resucitar mariposas al cabo de algún tiempo, ¿acaso no se hallarían que al revés de ésta se encapullaron mariposas para resucitar orugas? Es decir, que sólo la ligera influencia y la menospreciable importancia de la moda les condenarían entre la falange, su esclava, al más portentoso ridículo. Casi todos los hombres sabios y notables han tenido ridículos de marca mayor; y al gran Voltaire mismo, ese tipo del burlador y del satírico, ¿no lo hicieron pasar los pajes traviesos del rey de Prusia por un mono vestido, regresando ese maligno francés, uno de los inventores del Vaudeville, furioso contra los calmosos y graves alemanes, que se emancipaban hasta el punto de dar al gran preste y repartidor de ridículos una muestra de la ley del talión?

Seamos tolerantes con los ridículos ajenos, pues el mote que puso ese mismo Voltaire al pie de una estatua del amor, se le puede aplicar a éste: cualesquiera que seas, he aquí tu amo; lo fue, lo es o lo será. No influye un ridículo en el valor intrínseco de las personas, ni nos debe mover a menosprecio, siempre que no sea nacido de malas pasiones o peores tendencias.

Estamos por decir que los ridículos inofensivos y que no dimanan de malos precedentes, nos simpatizan y nos hacen gracia, pues suelen ir unidos a un buen fondo y a una índole sencilla; y casi estamos por dar las gracias a la persona que nos proporciona el tan grato e inocente pasatiempo de observarlos con benévola risa.

 

 
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