https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Clemencia" de Fernán Caballero (página 25) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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Ocho años hacía que faltaba Clemencia de Sevilla; ocho años suelen traer grandes cambios en las cosas y en las personas, y debemos indicarlos antes de proseguir.

La Marquesa, a la que devoraba un cáncer el pecho, había envejecido mucho, y su habitual estado de latiente apuro, había pasado a un estado de decaimiento inerte, en el que, como sucede generalmente a los enfermos de gravedad que conservan despejadas sus facultades intelectuales, no le interesaba nada sino su padecer.

En Constancia no era menos notable el cambio que se había operado.

Desde la catástrofe que hemos referido y la enfermedad que de ella resultó, que la trajo a punto de mirar la muerte cara a cara, Constancia había muerto al mundo, como dice una frase, la que por haber caído en el monótono carril de la rutina, no ha perdido su grave y elevado significado. En su enérgica fibra, sólo un sentimiento a la vez profundo y exclusivo podía haber reemplazado el que le inspirara aquel amor que llenó toda su alma, como habría llenado toda su vida. Al borde del sepulcro condenó los extremos del amor a la criatura, y pidió a Dios perdón si moría, y conformidad si en la tierra la dejaba su voluntad omnipotente. La religión hizo más que darla conformidad; le dio consuelo y virtudes, desterrando de su alma, después de la desesperación, la soberbia, la acritud, la rebeldía y el egoísmo que por tanto tiempo en ella se entronizaron, reemplazándolos con la mansedumbre, la benevolencia, la caridad, la paciencia, cual la naturaleza produce flores odoríferas y cordiales en un erial, cuando una mano fuerte le ha arrancado los abrojos y espinas que lo cubrían; porque éste es el efecto y resultado de la vida, que unas veces con desdén, otras con burla, pocas con respeto, se denomina, dedicada a la virtud. Este es el fin a que tiende; y si los que la llevan no siempre logran conseguir este objeto (puesto que eso de ser extremadamente virtuoso no es tan fácil como les parece a aquellos que desde que ven a una persona entrar en esa senda, exigen de ella la realización del objeto a que aspira); si no siempre logran alcanzar este fin, los que a él aspiran, decimos, tienen al menos el mérito de haberlo intentado, y la gloria de alistarse bajo la santa bandera, cuyo emblema es un cordero, una cruz y una corona de espinas. Tienen aún más: tienen el valor de renunciar a la sanción del mundo bullidor, el de pasar por pobres de espíritu en la brillante, ruidosa y desdeñosa legión de los denominados ilustrados, y el de condenarse al ridículo y al desprecio por la soberbia y acerba legión de los incrédulos e impíos, y sólo contar con las calladas y benévolas simpatías de aquéllos que se esconden por no ser vistos, y callan por no ser oídos de un mundo que los burla con sarcasmos, y desprecia con insultos.

Constancia, no obstante, era de las afortunadas que logran el fin propuesto; lo que era debido sin duda al total desprendimiento de las cosas de la tierra que el infortunio produjo en su alma.

Nadie habría reconocido en ella la elegante joven que fue: su traje era más que modesto, era pobre; llevaba siempre un vestido de coco o tela de algodón negro, con pequeños lunares grises; cubría su garganta un pañuelo de la India, gris y negro, prendido al cuello con un alfiler; gastaba en todo tiempo manga larga y zapato de piel, y su cabello primorosamente alisado, estaba sujeto con dos peinecillos sobre sus sienes, sin ningún género de pretensión.

Esta abnegación del placer de agradar y de la satisfacción de parecer bien, es el más heroico que en aras de la severa virtud puede ofrecer como sacrificio la mujer; y este mérito, mayor de lo que los hombres creen, sólo se ve en España, sin que por eso neguemos que en otros países haya mujeres admirablemente virtuosas, profunda y severamente religiosas; pero este tipo de completo desprendimiento de las cosas del mundo, no se ve sino aquí, por más que se afanen en querer probar que los tipos son generales. No, las nacionalidades no se borran de una plumada, ni con un aforismo falso, ni con algunas modas universales en el vestir. Dícese que la completa igualdad es un resultado necesario de la ilustración y de la facilidad de comunicaciones; pero ¿no basta a probar la falsedad de este aserto, el ver que los dos focos de ilustración, que son al mismo tiempo las dos capitales más cercanas, han sido, son y serán los dos mayores contrastes? ¿En qué ha mudado ese diario contacto las respectivas y marcadas fisonomías de París y de Londres?

Es para nosotros un enigma el móvil que lleva a muchas personas de mérito y de talento a defender y aplaudir esa nivelación general, y cuál es la ventaja que de ella resultaría. Que un país sin pasado, sin historia, sin nacionalidad, sin tradiciones, adopte un carácter ajeno por no poseerlo propio, como ha hecho la América del Norte (**) adoptando el inglés, y la del Sur adoptando el español, se comprende; pero que se afanen por hacer esto algunos hijos del país de Pelayo y del Cid, de Calderón y de Cervantes, para desechar el suyo y adoptar el ajeno, es lo que no concibe ni el patriotismo, ni la sana razón, ni el buen gusto, ni la poesía.

Constancia era pues, sin ostentarlo ni ocultarlo, una beata. Las beatas no son perfectas, aunque las gentes del mundo exigen de ellas una perfección de que ellos se creen dispensados; pero Constancia lo era, porque coronaba sus demás virtudes con la tolerancia, que a algunas suele faltar, y unía al estricto cumplimiento de sus deberes, una dulzura adquirida; la que en su carácter fuerte y áspero era un hermoso triunfo obtenido al pie del tribunal de la penitencia. De sus ojos serenos habían desaparecido aquellas miradas ariscas y altivas que antes le fueron propias, y de su tranquilo semblante el aire esquivo y desdeñoso; sin afectar formas afables, las tenía benévolas y dignas. Llevaba con la perseverancia de la consagración, toda la asistencia prolija que hacía necesaria la larga y terrible enfermedad de su madre, y sus excesivas impertinencias con no desmentida paciencia. Si alguna persona íntima celebraba su comportamiento, hacía grandes esfuerzos para disimular la incomodidad que la causaban estos elogios que rechazaba.

En las demás personas el cambio no había sido notable.

Sobre don Galo habían pasado estos ocho años como otra infinidad de anteriores. Los siete mil reales seguían su curso inmutable, las pelucas hacían su servicio periódico, el lente de plata no se cansaba de servir a su dueño ni éste de servir a las damas. Todos sus compañeros habían cambiado de destino o de lugar, hasta la oficina había variado de local, y don Galo la había seguido como un fiel perrito a su amo, ocupando su mismo puesto y su misma carpeta, con los que estaba identificado.

Sobre la robusta arrogancia de doña Eufrasia, habían pasado los años como pasan sobre las plazas fuertes los vendavales. En ellos había cobrado muchas viudedades, sin dar la más mínima esperanza al Monte-pío de libertarlo de esta carga.

En don Silvestre no había más alteración sino la de haber adquirido su vientre una posición menos prominente y más rebajada.

Pepino había tomado gran cariño a los Mercurios, y seguía cuidándolos con esmero por propio impulso, como antes por mandato de su ama.

Su tía recibió a Clemencia tristemente, aunque celebró mucho su venida, y le hizo una larga y minuciosa relación de sus padeceres.

Constancia demostró una sincera, pero sosegada alegría de ver a su prima, sin que mediase entre ellas ni una conmemoración ni aun una alusión a la terrible catástrofe de la que Clemencia había sido testigo.

A los pocos días, con motivo de la gravedad de su madre, llegó también Alegría, que con su marido y sus tres niños venía de Madrid, donde estaban establecidos.

Alegría estaba hecha el bello ideal de la elegancia, un figurín de moda, el tipo del supremo buen tono. Pero su vida agitada y sus horas desarregladas, sus continuos trasnocheos y sus constantes excitaciones, la habían destruido, avejentado y adelgazado a aquel extremo que quita todas las formas al cuerpo, toda la frescura al rostro y toda la lozanía a la juventud. Compuesta y animada, sobre todo con la luz artificial, estaba bien; pero descompuesta y desanimada estaba como una flor sacudida y marchita por el levante.

Su marido, además de ser el tipo de la distinción y de la finura, lo era ahora igualmente del buen marido y del buen padre.

Cuando Alegría vio a Clemencia, que merced a su tranquila vida, a su feliz existencia, traía con el alma de una novicia la hermosura de una Hebe, le dijo:

-¡Qué lozanía! ¡qué frescura! ¿en qué Edén has vivido? Ganas me dan de ir a pasar una temporada a Villa-María, aun a costa de venir tan anticuadamente vestida y peinada como lo estás tú. ¡Dios mío! ¡qué bien te sienta el estado de viuda! y riquísima que me han dicho que eres... ya sé, un tío... Oye, ¿era joven?... Ocho años de destierro te ha costado; pero en fin, si estuviste como el ratón en el queso, ¡anda con Dios! Hiciste bien en estarte a la mira y aguantarte, porque, hija mía, el dinero, el dinero es el todo; sin dinero, ¿qué se hace? Vamos, eres la mujer feliz. Mira, no hagas la locura de volverte a casar.

Clemencia había oído toda aquella retahíla, atónita, sin aún comprender la malicia de ciertas expresiones; pero al oír esta última, y recordando en su corazón la promesa que había hecho a su tío, repuso a su prima:

-¿Y por qué sería una locura volverme a casar?

-Porque perderías tu libertad -contestó Alegría con más malicia que se suele poner a esa necia y repetida frase.

-Pero ¿qué clase de libertad es -repuso Clemencia-, la que tengo de viuda y no tendría de casada?

-¡Qué candidez de niña bien criadita! La clase de libertad a que aludo, hija mía, es la de poder hacer lo que te dé gana. ¿La tenías cuando casada, mi alma?

-No se creería que quien habla así fuese la mujer de un marido que no tiene más gustos que los suyos y no hace sino mirarla a la cara -dijo Clemencia.

-Eso no quita que la que tiene marido y tres hijos, esté aviada y divertida. ¡Niños! esa plaga, esa carga, esas trabas, que acaban con la paciencia, que destruyen el físico, que quitan el gusto y el tiempo para todo. ¡Oh! son una calamidad.

-¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó asombrada Clemencia-. ¡Plaga, calamidad, llamas tú a la bendición de Dios, al dulce fin y objeto de la unión del hombre y de la mujer! ¿Sabes lo que dicen las pobres y sencillas gentes de Villa-María? Hijos y pollos todos son pocos.

Alegría soltó una burlona carcajada.

-¡Qué lástima -dijo-, que no te hubieses casado con mi marido, y se hubiesen ustedes ido en amor y compaña a poblar una isla desierta! Pero, hija mía, la que no está por la vida patriarcal, esto es, las gentes que viven en la era presente, como dicen los periódicos, llaman a los hijos cargas y al casamiento yugo. Así lo llama hasta mi beata hermana Constancia, sin más que anteponerle la calificación de santo. Pero si tan bien te parece el matrimonio, mucho extraño que hayas estado ocho años viuda; por consiguiente, no te admire el que no ponga mucha fe en tus palabras, ni te crea muy sincera.

Clemencia se quedó asombrada de ver convertido en sistema y formulado en reglas de mundo un sentimiento que ella había tenido, nacido de sus desgracias domésticas, y del que su tío le había hecho avergonzarse, a pesar de su inocente origen, como de un sentimiento emancipado, egoísta, poco natural y poco mujeril: así fue que contestó sonrojándose:

-En Villa-María había pocos novios, y además mi vida era tan dulce al lado de mis padres y de mi tío, que la habría preferido siempre a toda otra, no por amor a la libertad ni oposición a los hijos, sino por amor a ellos.

-¿Con que te volverías a casar? -preguntó con burla Alegría.

-Si hallase un hombre que me llenase, y a quien yo pudiese hacer feliz, lo haría, pues así se lo prometí a mi tío -contestó Clemencia.

-¡Buena tonta serás! -exclamó Alegría.

Entró en este momento Constancia, diciendo que su madre, que apenas había dormido en la pasada noche, acababa de coger el sueño. Alegría aprovechó este descanso para ir a ver algunas amigas, y salió después de dar un repaso a su tocado ante el espejo.

Era la primera vez desde la vuelta de Clemencia que ambas primas se hallaban solas, no separándose Constancia un solo instante del lado de su madre.

Largo rato callaron.

De repente Clemencia cogió las manos de su prima, las que apretó entre las suyas, y le dijo en queda y conmovida voz, mientras dos lágrimas bañaban sus párpados:

-Constancia, te admiro y te venero.

Constancia calló, y un imperceptible temblor se notó en sus labios.

-¿Qué has hecho para olvidar, Constancia? -prosiguió Clemencia.

-No recordar -respondió la primera.

-¿Y esto cómo has podido lograrlo?

-Con anteponer al recuerdo esta oración:

Aparta, mi Dios, de mí lo que me aparta de ti.

Cree, Clemencia, que Dios atiende a quien le invoca.

-Sí; y Dios ha escuchado tan bella deprecación, y sólo te ha rodeado de cosas que te acercan a él, ofreciéndote la ocasión de la enfermedad de tu madre, en la que pruebas el ser una santa.

-Calla -contestó Constancia con algún calor ¿Con qué lavo, con qué borro, con qué compenso mi malvada conducta anterior con mi madre? ¡Oh! créelo, cuando todo mi anhelo y desvelos no alcanzan a agradarle, cuando me rechaza y se incomoda, recuerdo que fui capaz de decir que no la amaba. ¡Yo, enamorada y soberbia, no amar a la madre que me dio el ser! ¡Oh! entonces le agradezco como un favor el que no me maltrate de hecho y no me eche de su lado como hija indigna de cumplir con el santo deber de asistirla.

-Lo dijiste en un momento de exaltación rencorosa, Constancia.

-No, Clemencia, esa exaltación rencorosa era mi estado habitual. Llenaban mi alma la pasión, la soberbia, la rebeldía y la aspereza. El ser niña indómita, hija rebelde y sobrina ingrata, costaron la vida al hombre que amé. Me hicieron perder la felicidad que apetecía, que quizás por medios humildes y suaves habría al fin logrado; y hubiesen perdido mi alma, si Dios no me enviara con la muerte un aviso de la eternidad, en cuyo borde se abrieron los ojos de mi alma a la luz de arriba.

-¡Qué humilde eres, Constancia!

-Clemencia, no es humildad el reconocer sus faltas. No soy humilde, sólo que gracias al cielo no existe la soberbia que me cegaba.

-Sí lo eres, y aún vas más allá, prima, pues no solo reconoces tus faltas, sino que desprecias tus virtudes. ¿Por qué has hecho un estudio tan severo en ocultar un dolor, que yo que conozco tu alma sé que está incrustado en ella hasta la muerte?

-Clemencia -respondió Constancia en voz inmutada y tan queda como si a sí misma quisiese ocultar la emoción que la dominaba-, las penas que se ofrecen a Dios, se ocultan a la tierra para que no se evapore en ella este incienso del corazón.

 

 
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